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jueves, 25 de mayo de 2017

Filosofía pura
MÍNIMA MORALIA
Por Hugo Latorre Fuenzalida.
Si Aristóteles escribió su “Magna Moralia”, Theodoro Adorno debió contentarse,  dos mil años después, con escribir su Mínima Moralia”, que él mismo la define como la moral del hombre dañado. Es, también lo dice, la moral del capitalismo de  las dos grandes guerras, esa que declara, para la moral económica:  “se debe dar mucho menos a los otros que lo que  ellos le entregan al capitalista”, definiendo el derecho a la desigualdad como ética aceptable para la vida moderna.
La ética cristiana se sustentó más en la “Magna moralia” de Aristóteles, hasta que la influencia del calvinismo vino a privilegiar la “Mínima moralia,” que denuncia  Adorno, y que tan bien describe Max Weber en su obra “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, en la que define el espíritu del capitalismo como la preeminencia de aquellos hábitos e ideas (cultura) que favorecen la conducta racional y que en lo económico se materializa en reducir los costos e incrementar las utilidades, maximizando el provecho personal.
En cambio la “Magna moralia” aristotélica habla con un tono muy diferente: “La moral, a mi parecer, sólo puede formar parte de la política. En política no es posible cosa alguna sin estar dotada de ciertas cualidades; quiero decir, sin ser-quien la ejerce- hombre de bien. Pero ser hombre de bien equivale a tener virtudes; y por tanto, si en política se quiere hacer algo, es preciso ser hombre virtuoso.  Esto hace que parezca el estudio moral como el principio de la política. Y por tanto sostengo que al estudio del conjunto de estos temas debe más bien darse el título de política antes que el de moral.”
Así de categórica y directa es la vinculación entre ética y política en Aristóteles. El cristianismo lo tomará luego con Santo Tomás, con D’Escoto, Alberto Magno y toda la serie de filósofos medievales que tratan de racionalizar la fe, aterrizando no hacia el saber de Dios sino a las cosas que son atingente a los hombres en su existencia terrenal.
Desde ahí se desprende un humanismo social que estará fermentando lo político en los siglos sucesivos, hasta desembocar en las encíclicas sociales, desde el lado de la religión y el iluminismo social y el pensamiento revolucionario, desde el pensamiento laico.
El progresismo tomó de la ciencia los fenómenos dinámicos y de la filosofía el pensamiento dialéctico, con ello se fue anticipando la conquista del Paraíso en la tierra, en beneficio de ese hombre que por milenios vivió sometido a la naturaleza más elemental, como un expulsado, como exiliado.
Pero, como lo proclamó la dialéctica histórica de Hegel, los procesos  avanzan en polos contradictorios, y así como emergió el pensamiento humanista progresista, también hacía su parte el pensamiento conservador.
Este último, toma fuerza a partir de la derrota del revolucionarismo francés y la imposición de la paz burguesa  durante  el siglo XIX, luego de la caída de Bonaparte. El éxito de la Revolución Industrial y el industrialismo imperial, definen un mundo capitalista que resolverá sus contradicciones en las dos grandes guerras mundiales, alineando el cambio tecnológico acelerado como el gran instrumento de dominación económica del capitalismo universal contemporáneo.
Las revoluciones científico-tecnológicas vienen a suplir las guerras como elemento de conquista de hegemonías y sociedades, su influencia dominante se hace cultural, económica y política, aunque su brutalidad bélica es ahora –si no eliminada- al menos parcialmente reemplazada por la más sutil pero igualmente dominante influencia del capital-tecnológico industrial y sus estrategias globales.
Ante la imposibilidad de las grandes conflagraciones bélicas (la energía atómica las hace inviables), los conflictos sectoriales y de baja intensidad se “rutinizan” para ampliar o reducir el espacio geográfico de influencia.
La matematización del saber ha venido a legitimar la vieja racionalidad cartesiana, pero deformándola en un “calculo, luego existo”, con lo cual el sentido del interés egoístamente privado, impuesto por los pensadores ingleses, viene a forjar un credo ideológico que también se sustentó en una interpretación de la creencia religiosa, como lo señalamos en el caso del calvinismo, que legitimó la creencia en la bendición de los ricos, tan opuesto a la prédica evangélica del “rico, el camello y la aguja”.
Esa “Mínima moralia”, que denuncia Adorno, es la que se ha enseñoreado en el mundo moderno y es la que define una sociedad que camina  a la disolución de la política (política abscóndita), por la vía del borronamiento de la ética social y por la exaltación del hedonismo consumista, oral y por el interés puramente emolumentario o “anal” (Freud), restando sentido trascendente al existir, definiendo una verdadera “muerte del hombre” (Foucault), que al no reconocerse en los otros, tampoco se logra encontrar existencialmente a sí mismo, desembocando en “La era del vacío” (Lipovesky) o en el “Ser para la muerte” (Heidegger), hasta establecer el  “Dios ha muerto” (Nietzsche), que en el fondo es la muerte de toda trascendencia valórica,  eso mismo que defendió Aristóteles con el concepto de “Magna Moralia”.  

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