OPINIÓN DE UN EXPERTO
EL MITO IDEOLÓGICO COMO PARADIGMA: EL
“ORGANUM” DE UNA OPRESIÓN ECONÓMICA
Por Hugo Latorre Fuenzalida
El modelo impuesto en Chile por los
militares en alianza con la más extrema derecha nacional e internacional, y
ampliado, profundizado y maquillado durante el extenso período
concertacionista, debe ser cambiado por uno nuevo de desarrollo, que atienda
a las necesidades de su pueblo, sobre una base de inserción real en la economía
del futuro, que necesariamente debe estar basada en la producción real,
destinada a satisfacer las necesidades humanas, sus potencialidades y sus
sueños.
Chile ha sido víctima de un mito
pseudo-científico, como han sido todas las ideologías llevadas al extremo, las
cuales, a través de una torcedura de nariz a la realidad y un forzamiento
anulador de variables objetivas y existenciales, pretenden poder descifrar el
misterio de la “verdad” económica para todas las sociedades y todos los
tiempos.
Este mito propuso el interés de los
agentes privados como los únicos actores de la sociedad, castrando la dimensión
gregaria y solidaria de las comunidades humanas en su extensa diversidad.
También desterró al Estado como agente relevante en la toma de decisiones sobre
los destinos de largo aliento, así como en los equilibrios necesarios a las
diferencias de poder que pueden tensionar, hasta el trauma, a las sociedades
modernas. También niega el rol creativo, de incentivo y proposición que
el Estado acomete en las diferentes etapas del desarrollo económico, restando
de manera antojadiza y obtusa una herramienta poderosa para el progreso y la
competitividad global.
Por otra parte, ha resaltado la
dimensión puramente económica del hombre, inhibiendo y olvidando las
múltiples vocaciones existenciales que acompañar y enriquecen la vida humana.
Economistas como Marshall, Samuelson,
Schumpeter keynes y otros, plantearon su radical cuestionamiento a las teorías
fijistas del liberalismo acerca del salario, de la creación de riqueza y de las
bases para el mejoramiento de la vida en sociedad a través de la integración y
la productividad. Establecieron claramente que la acumulación de riqueza
concentrada en capas plutocráticas no ayuda a un crecimiento estable ni
dinamizan la economía a largo plazo; el mismo Stiglitz plantea en sus estudios
que es la demanda la que activa el crecimiento y no la oferta, que siempre
viene a la saga; por tanto la acumulación excesiva de capital en pocas manos,
lejos de ser útil a la economía, la frena y la distorsiona en muchos sentidos.
Es cierto que la innovación crea
ofertas novedosas, atractivas, que amplían la demanda, y en eso están de acuerdo
Marshall, Schumpeter, Keynes, kondratiev y muchos de los economistas que
aprecian el cambio tecnológico, no sólo como un ahorrador de costos y
acrecentador de eficiencia, sino que como motor y estimulante del crecimiento o
expansión de los mercados, mediante productos nuevos, y de las utilidades de
las empresas por la curva de precios de los productos nuevos.
Por tanto, los “cucos” que como
espantajos exhiben los liberales extremos acerca de la elevación de los
salarios, del gasto del Estado o de la tributación, representan una lógica de
eunucos, de temerosos y afeminados retardatarios que creen que la
economía moderna todavía es una estructura de “suma cero”, en la cual si le
pisas de un lado se levanta del otro, si le agregas a uno simplemente lo haces restándole
a otro. Es lo que el presidente Luis Herrera definió, en su estilo campechano,
como una economía del “cuero seco”.
Pero todos sabemos que en estos tiempos
del conocimiento, de la innovación, toda la estructura de la sociedad, tal cual
sucede con las teorías del universo, es curva y flexible. Como la lava
volcánica, en que ese deslizamiento de ríos de lava (innovación) crea
nueva tierra firme donde pronto germina la vida.
Por tanto, la misma historia ha
demostrado que en tiempos de mayor integración social se produce una más amplia
demanda de los mercados, y tanto los agentes públicos como privados pueden
crecer a ritmo que no se logra en tiempos de las restricciones acumulativas
oligárquicas. Por su puesto que ni Smith ni Ricardo ni Marx ni pudieron
darse cuenta de esta nueva vertiente de la economía, puesto que pertenecieron a
la economía agraria y comercial (Marx apenas vislumbra la fase industrial
incipiente), pero sí lo pudieron hacer Marshall, Webb, Potter, Keynes,
Robinson, Schumpeter, Kondratiev, quienes tuvieron que crear nuevas bases
teóricas para reinterpretar la economía.
Como en Chile vivimos sometidos a un
paradigma falso, pero sustentado en intereses muy poderosos, se ha creado una
especie de consenso cultural basado en esos consagrados paradigmas económicos,
donde las variables efectivas y reales que sostienen el crecimiento sobre los
factores futuristas han sido anulados, inhibidos, olvidados, dejando vivir como
fantasmas a los factores agónicos de la economía del pasado, las llamadas
“estrellas crepusculares”, mientras que los factores llamados “estrellas
nacientes” se dejan a manos de los países que miran la globalización como un
desafío, como es el caso de Asia.
La diferencia entre esos países que
desafían a la globalización y nosotros que nos sometemos resignadamente y
pasivamente, es tan enorme, que una sola cifra ya es de terror: los llamados
“tigres asiáticos” que hace pocas décadas tenían el mismo nivel de desarrollo
nuestro e incluso inferior, han venido incorporando tecnologías modernas a su
desarrollo a tasas del 350% promedio en las últimas dos décadas, mientras que
los países de América Latina, entre ellos el nuestro, lo hace a tasas cercanas
al 60%. Esto quiere decir que esos países caminan al desarrollo globalizado
en vehículos a propulsión supersónico, mientras que nosotros deambulamos en
calesín, distraídamente y cantando tonadas.
Este olvido tan flagrante de los
resortes esenciales para el desarrollo moderno no es casual, es
premeditadamente una perversión ideológica, así como la dominante de un interés
de corto plazo de los poderes enquistados ventajosamente en una estructura
premoderna, oligárquica e injusta, que reproduce-como bien señala Piketty en su
“Capitalismo del siglo XXI”- los esquemas de distribución existentes en los
obscuros tiempos de la segregación odiosa de las castas sociales, cuyos
privilegios casi nobiliarios se retoman por una plutocracia sin memoria
histórica, liviana en su ser existencial e indiferente, ocupada en un hedonismo
obsceno y en un consumismo exhibicionista, en un frenesí imperial por el
dinero, acompañado de un pasotismo inculto y avaricioso, que sólo deja la
enseñanza lúcida de una irresponsabilidad casi alegremente despreocupada, fiel
reflejo de su destino decadente agenciado por esa grey (grex: rebaño)
posmoderna, centrífuga y light.
En 1906, el año del terremoto de San
Francisco, Irving Fisher, el único economista norteamericano que a la temprana
edad de 30 años ya se le tomaba muy en serio como economista teórico por los
grandes de Europa, léase Marshall y Walras, dijo de manera casi literal: el
“homo economicus” ha muerto y la doctrina del laissez faire era una
ideología caduca. Luego en una intervención en la Asociación Americana para el
Avance de la Ciencia, señaló que “la intervención pública en las medidas de
bienestar social es el cambio más importante que ha experimentado la opinión
económica en los últimos cincuenta años.”
Según él, la experiencia demostraba que
los principios básicos de la teoría liberal – según la cual el individuo es
quien mejor puede juzgar su propio interés y que con la búsqueda del interés
propio lleva el máximo beneficio a la sociedad- no eran principios correctos.
Luego enumeró diversos casos en que lo que es bueno para los individuos no lo es
para la sociedad.
Fisher fue mucho más allá que Marshall
respecto a los límites del modelo de competencia cuando señaló que “Incluso
cuando la intervención de los poderes públicos es impracticable o
desaconsejable, seguirá habiendo motivos para intentar mejorar las condiciones
de vida mediante la influencia de una clase sobre otra (conflicto); de ahí la
agitación social.”
“Porque aunque el mundo fuera
absolutamente racional, la búsqueda del propio interés no llevaría de manera
necesaria a unos resultados socialmente deseables.”
Esto, dicho hace más de un siglo sobre
la doctrina liberal, es ratificado crudamente por la historia presente.
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