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viernes, 8 de abril de 2016

OPINIÓN DE UN EXPERTO
EL MITO IDEOLÓGICO COMO PARADIGMA: EL “ORGANUM” DE UNA OPRESIÓN ECONÓMICA
Por Hugo Latorre Fuenzalida

El modelo impuesto en Chile por los militares en alianza con la más extrema derecha nacional e internacional, y ampliado, profundizado y maquillado durante el extenso período concertacionista, debe ser cambiado por uno nuevo de desarrollo, que atienda a las necesidades de su pueblo, sobre una base de inserción real en la economía del futuro, que necesariamente debe estar basada en la producción real, destinada a satisfacer las necesidades humanas,  sus potencialidades y sus sueños.
Chile ha sido víctima de un mito pseudo-científico, como han sido todas las ideologías llevadas al extremo, las cuales, a través de una torcedura de nariz a la realidad y un forzamiento anulador de variables objetivas y existenciales, pretenden poder descifrar el misterio de la “verdad” económica para todas las sociedades y todos los tiempos.
Este mito propuso el interés de los agentes privados como los únicos actores de la sociedad, castrando la dimensión gregaria y solidaria de las comunidades humanas en su extensa diversidad. También desterró al Estado como agente relevante en la toma de decisiones sobre los destinos de largo aliento, así como en los equilibrios necesarios a las diferencias de poder que pueden tensionar, hasta el trauma, a las sociedades modernas. También  niega el rol creativo, de incentivo y proposición que el Estado acomete en las diferentes etapas del desarrollo económico, restando de manera antojadiza y obtusa una herramienta poderosa para el progreso y la competitividad global.
Por otra parte, ha resaltado la dimensión puramente económica del hombre, inhibiendo  y olvidando las múltiples vocaciones existenciales que acompañar y enriquecen la vida humana.
Economistas como Marshall, Samuelson, Schumpeter keynes y otros, plantearon su radical cuestionamiento a las teorías fijistas del liberalismo acerca del salario, de la creación de riqueza y de las bases para el mejoramiento de la vida en sociedad a través de la integración y la productividad. Establecieron claramente que la acumulación de riqueza concentrada en capas plutocráticas no ayuda a un crecimiento estable ni dinamizan la economía a largo plazo; el mismo Stiglitz plantea en sus estudios que es la demanda la que activa el crecimiento y no la oferta, que siempre viene a la saga; por tanto la acumulación excesiva de capital en pocas manos, lejos de ser útil a la economía, la frena y la distorsiona en muchos sentidos.
Es cierto que la innovación crea ofertas novedosas, atractivas, que amplían la demanda, y en eso están de acuerdo Marshall, Schumpeter, Keynes, kondratiev y muchos de los economistas que aprecian el cambio tecnológico, no sólo como un ahorrador de costos y acrecentador de eficiencia, sino que como motor y estimulante del crecimiento o expansión de los mercados, mediante productos nuevos, y de las utilidades de las empresas por la curva de precios de los productos nuevos.
Por tanto, los “cucos” que como espantajos exhiben los liberales extremos acerca de la elevación de los salarios, del gasto del Estado o de la tributación, representan una lógica de eunucos, de temerosos y afeminados  retardatarios que creen que la economía moderna todavía es una estructura de “suma cero”, en la cual si le pisas de un lado se levanta del otro, si le agregas a uno simplemente lo haces restándole a otro. Es lo que el presidente Luis Herrera definió, en su estilo campechano,  como una economía del “cuero seco”.
Pero todos sabemos que en estos tiempos del conocimiento, de la innovación, toda la estructura de la sociedad, tal cual sucede con las teorías del universo, es curva y flexible. Como la lava volcánica, en que ese deslizamiento de ríos de lava (innovación)  crea nueva tierra firme donde pronto germina la vida.
Por tanto,  la misma historia ha demostrado que en tiempos de mayor integración social se produce una más amplia demanda de los mercados, y tanto los agentes públicos como privados pueden crecer a ritmo que no se logra en tiempos de las restricciones acumulativas oligárquicas. Por su puesto que ni Smith ni Ricardo ni Marx ni  pudieron darse cuenta de esta nueva vertiente de la economía, puesto que pertenecieron a la economía agraria y comercial (Marx apenas vislumbra la fase industrial incipiente), pero sí lo pudieron hacer Marshall, Webb, Potter,  Keynes,  Robinson, Schumpeter, Kondratiev, quienes tuvieron que crear nuevas bases teóricas para reinterpretar la economía.
Como en Chile vivimos sometidos a un paradigma falso, pero sustentado en intereses muy poderosos, se ha creado una especie de consenso cultural basado en esos consagrados paradigmas económicos, donde las variables efectivas y reales que sostienen el crecimiento sobre los factores futuristas han sido anulados, inhibidos, olvidados, dejando vivir como fantasmas a los factores agónicos de la economía del pasado, las llamadas “estrellas crepusculares”, mientras que los factores llamados “estrellas nacientes” se dejan a manos de los países que miran la globalización como un desafío, como es el caso de Asia.
La diferencia entre esos países que desafían a la globalización y nosotros que nos sometemos resignadamente y pasivamente, es tan enorme, que una sola cifra ya es de terror: los llamados “tigres asiáticos” que hace pocas décadas tenían el mismo nivel de desarrollo nuestro e incluso inferior, han venido incorporando tecnologías modernas a su desarrollo a tasas del 350% promedio en las últimas dos décadas, mientras que los países de América Latina, entre ellos el nuestro, lo hace a tasas cercanas  al 60%. Esto quiere decir que esos países caminan al desarrollo globalizado en vehículos a propulsión supersónico, mientras que nosotros deambulamos en calesín, distraídamente y cantando tonadas.
Este olvido tan flagrante de los resortes esenciales para el desarrollo moderno no es casual, es premeditadamente una perversión ideológica, así como la dominante de un interés de corto plazo de los poderes enquistados ventajosamente en una estructura premoderna, oligárquica e injusta, que reproduce-como bien señala Piketty en su “Capitalismo del siglo XXI”- los esquemas de distribución existentes en los obscuros tiempos de la segregación odiosa de las castas sociales, cuyos privilegios casi nobiliarios se retoman por una plutocracia sin memoria histórica, liviana en su ser existencial e indiferente, ocupada en un hedonismo obsceno y en un consumismo  exhibicionista, en un frenesí imperial por el dinero, acompañado de un pasotismo inculto y avaricioso, que sólo deja la enseñanza lúcida de una irresponsabilidad casi alegremente despreocupada, fiel reflejo de su destino decadente agenciado por esa grey  (grex: rebaño) posmoderna, centrífuga y light.
En 1906, el año del terremoto de San Francisco, Irving Fisher, el único economista norteamericano que a la temprana edad de 30 años ya se le tomaba muy en serio como economista teórico por los grandes de Europa, léase Marshall y Walras, dijo de manera casi literal: el “homo economicus” ha muerto y  la doctrina del laissez faire era una ideología caduca. Luego en una intervención en la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, señaló que “la intervención pública en las medidas de bienestar social es el cambio más importante que ha experimentado la opinión económica en los últimos cincuenta años.”
Según él, la experiencia demostraba que los principios básicos de la teoría liberal – según la cual el individuo es quien mejor puede juzgar su propio interés y que con la búsqueda del interés propio lleva el máximo beneficio a la sociedad- no eran principios correctos. Luego enumeró diversos casos en que lo que es bueno para los individuos no lo es para la sociedad.
Fisher fue mucho más allá que Marshall respecto a los límites del modelo de competencia cuando señaló que “Incluso cuando la intervención de los poderes públicos es impracticable o desaconsejable, seguirá habiendo motivos para intentar mejorar las condiciones de vida mediante la influencia de una clase sobre otra (conflicto); de ahí la agitación social.”
“Porque aunque el mundo fuera absolutamente racional, la búsqueda del propio interés no llevaría de manera necesaria a unos resultados socialmente deseables.”
Esto, dicho hace más de un siglo sobre la doctrina liberal, es ratificado crudamente por la historia presente.

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