¿Hacia dónde va Brasil? La tragedia brasileña derrumbó dos dogmas de la política latinoamericana. El primero es que Brasil opera bajo un “presidencialismo de coalición” capaz de asegurar la gobernabilidad.
El segundo es que la ira popular solamente sacude del poder a los gobiernos neoliberales.
Quienes denuncian el juicio contra Dilma Rousseff como un nuevo tipo de golpe de estado pergeñado desde la derecha olvidan la historia latinoamericana reciente. Entre 1978 y 2015, siete presidentes electos fueron destituidos por acción del congreso y otros cinco presidentes latinoamericanos renunciaron en medio de una crisis política. Los movimientos de izquierda respaldaron la mayor parte de estas destituciones. En casi todos los casos las acusaciones legales fueron apenas una excusa para remover a un mandatario altamente impopular. Y el procedimiento legislativo fue dudoso. Abdalá Bucaram de Ecuador fue declarado mentalmente incapacitado para gobernar. Raúl Cubas Grau de Paraguay fue enjuiciado con diferencia de apenas un voto mientras un diputado era encerrado en el baño para asegurar la mayoría.
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Las condiciones que impulsan los juicios políticos de hoy son en parte las mismas que impulsaban los golpes militares del pasado: recesión económica, movilización social y élites inescrupulosas. Pero el resultado no es igual. Llamar golpistas a los amplios sectores que piden -equivocadamente, en mi opinión- la salida de Dilma por juicio político significa legitimar con un barniz mayoritario a los verdaderos golpistas brasileños, quienes reivindican todavía el golpe militar de 1964.
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Dilma está acechada porque perdió su coalición en el congreso y con ella el escudo protector que la blindaba contra las maniobras legislativas en su contra.
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Hasta ahora los politólogos consideraban a Brasil como un ejemplo exitoso de presidencialismo de coalición. Ningún presidente brasileño tiene mayoría propia en el congreso, pero el reparto de ministerios entre partidos aliados y la compra de votos legislativos permite a los presidentes formar coaliciones y evitar la parálisis. En un congreso tan fragmentado, las amenazas de juicio político son moneda corriente. Pero solamente Fernando Collor fue destituido hace ya más de dos décadas.
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El voto del domingo 17 mostró los límites del modelo brasileño de gobernabilidad. La traición de los antiguos aliados de Dilma, hoy convertidos en vociferantes defensores del juicio político, evidencia su escasa lealtad. Dilma compró el apoyo de sus aliados legislativos con cargos y prebendas, pero nunca negoció con ellos su programa de gobierno.
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Este fracaso no prueba que el sistema presidencial sea incompatible con la negociación parlamentaria. Por el contrario, la negociación es la salida cuando la clase política actúa con visión y prudencia. Un ejemplo: a fines de 2002, cuando la crisis argentina se hacía sentir con fuerza en la economía uruguaya, el Frente Amplio debatió la posibilidad de iniciar un juicio político al entonces presidente Jorge Batlle. Batlle reemplazó a su ministro de economía con un político experimentado, quién negoció las leyes para enfrentar la crisis con el congreso. “Eso fue lo que detuvo el intento de impeachment,” me recuerda el politólogo Daniel Chasquetti. El presidente completó su mandato, y Uruguay evitó así la inestabilidad que azotaba a Argentina y que hoy envuelve a Brasil.
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Ante el colapso de la coalición y el avance del juicio político, los simpatizantes del PT -en el Brasil y en el resto de la región- han reaccionado con indignación y sorpresa. Resulta claro hoy que la inestabilidad presidencial no afecta solamente a los gobiernos neoliberales.
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La inestabilidad es un problema para todos los campos ideológicos, y esto nos obliga a repensar la función del juicio político. ¿Se trata de un juicio, en el que la evidencia acusatoria contra el presidente debe ser legalmente sólida? ¿O se trata de un procedimiento político, similar al voto de censura en los regímenes parlamentarios?
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Desde que el primer juicio político fue realizado contra el presidente norteamericano Andrew Johnson en 1868, esta pregunta permanece irresuelta. Johnson fue enjuiciado por razones políticas -el debate sobre cómo gobernar el Sur tras la guerra civil- y sobrevivió en el poder por apenas un voto.
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Las sociedades latinoamericanas deben buscar un acuerdo sobre la función del juicio político y comprometerse con esta interpretación. Dilma no cesa de denunciar un golpe, olvidando que el PT se movilizó en favor del juicio contra Fernando Collor en 1992. El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, condenó el “golpe de Estado parlamentario” en Brasil, omitiendo que su gobierno celebra cada 4 de febrero el intento de golpe militar del entonces teniente coronel Hugo Chávez contra Carlos Andrés Pérez. Han pasado veinticuatro años desde ambos episodios y la memoria de los mandatarios es ahora frágil. La política se ve diferente cuando uno está en el poder.
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(*) Aníbal Pérez-Liñán es profesor de ciencia política (Universidad de Pittsburgh)Es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Notre Dame. Se especializa en política comparada, principalmente aplicada a América Latina, en las áreas de instituciones políticas y gobernabilidad, democratización y procesos electorales. Actualmente es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Pittsburgh y miembro del Centro de Estudios Latinoamericanos de la misma universidad.
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Las condiciones que impulsan los juicios políticos de hoy son en parte las mismas que impulsaban los golpes militares del pasado: recesión económica, movilización social y élites inescrupulosas. Pero el resultado no es igual. Llamar golpistas a los amplios sectores que piden -equivocadamente, en mi opinión- la salida de Dilma por juicio político significa legitimar con un barniz mayoritario a los verdaderos golpistas brasileños, quienes reivindican todavía el golpe militar de 1964.
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Dilma está acechada porque perdió su coalición en el congreso y con ella el escudo protector que la blindaba contra las maniobras legislativas en su contra.
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Hasta ahora los politólogos consideraban a Brasil como un ejemplo exitoso de presidencialismo de coalición. Ningún presidente brasileño tiene mayoría propia en el congreso, pero el reparto de ministerios entre partidos aliados y la compra de votos legislativos permite a los presidentes formar coaliciones y evitar la parálisis. En un congreso tan fragmentado, las amenazas de juicio político son moneda corriente. Pero solamente Fernando Collor fue destituido hace ya más de dos décadas.
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El voto del domingo 17 mostró los límites del modelo brasileño de gobernabilidad. La traición de los antiguos aliados de Dilma, hoy convertidos en vociferantes defensores del juicio político, evidencia su escasa lealtad. Dilma compró el apoyo de sus aliados legislativos con cargos y prebendas, pero nunca negoció con ellos su programa de gobierno.
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Este fracaso no prueba que el sistema presidencial sea incompatible con la negociación parlamentaria. Por el contrario, la negociación es la salida cuando la clase política actúa con visión y prudencia. Un ejemplo: a fines de 2002, cuando la crisis argentina se hacía sentir con fuerza en la economía uruguaya, el Frente Amplio debatió la posibilidad de iniciar un juicio político al entonces presidente Jorge Batlle. Batlle reemplazó a su ministro de economía con un político experimentado, quién negoció las leyes para enfrentar la crisis con el congreso. “Eso fue lo que detuvo el intento de impeachment,” me recuerda el politólogo Daniel Chasquetti. El presidente completó su mandato, y Uruguay evitó así la inestabilidad que azotaba a Argentina y que hoy envuelve a Brasil.
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Ante el colapso de la coalición y el avance del juicio político, los simpatizantes del PT -en el Brasil y en el resto de la región- han reaccionado con indignación y sorpresa. Resulta claro hoy que la inestabilidad presidencial no afecta solamente a los gobiernos neoliberales.
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La inestabilidad es un problema para todos los campos ideológicos, y esto nos obliga a repensar la función del juicio político. ¿Se trata de un juicio, en el que la evidencia acusatoria contra el presidente debe ser legalmente sólida? ¿O se trata de un procedimiento político, similar al voto de censura en los regímenes parlamentarios?
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Desde que el primer juicio político fue realizado contra el presidente norteamericano Andrew Johnson en 1868, esta pregunta permanece irresuelta. Johnson fue enjuiciado por razones políticas -el debate sobre cómo gobernar el Sur tras la guerra civil- y sobrevivió en el poder por apenas un voto.
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Las sociedades latinoamericanas deben buscar un acuerdo sobre la función del juicio político y comprometerse con esta interpretación. Dilma no cesa de denunciar un golpe, olvidando que el PT se movilizó en favor del juicio contra Fernando Collor en 1992. El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, condenó el “golpe de Estado parlamentario” en Brasil, omitiendo que su gobierno celebra cada 4 de febrero el intento de golpe militar del entonces teniente coronel Hugo Chávez contra Carlos Andrés Pérez. Han pasado veinticuatro años desde ambos episodios y la memoria de los mandatarios es ahora frágil. La política se ve diferente cuando uno está en el poder.
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(*) Aníbal Pérez-Liñán es profesor de ciencia política (Universidad de Pittsburgh)Es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Notre Dame. Se especializa en política comparada, principalmente aplicada a América Latina, en las áreas de instituciones políticas y gobernabilidad, democratización y procesos electorales. Actualmente es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Pittsburgh y miembro del Centro de Estudios Latinoamericanos de la misma universidad.
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