¿Arde París?
Por Carlos Peña
Lo más enigmático del atentado en París -mejor sería decir:
de esos crímenes- radica en el hecho que hayan acontecido... en París.
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La cultura francesa es una de las realizaciones más
perfectas del ideal racional y republicano: allí se proclamaron al mundo los
derechos del hombre y del ciudadano, Descartes escribió el discurso del método,
Voltaire proclamó la tolerancia y Sartre, Aron, Malraux y Camus ejemplificaron
qué significa pensar, y por sus calles han caminado todos los que alguna vez
han querido dedicarse a la tarea intelectual, ese oficio que renuncia a las
armas y prefiere la palabra.
¿Por qué entonces los radicales del Estado
Islámico -que haciendo uso de esos derechos y de esos ejemplos, pudieron, en el
mismo suelo francés, defender pacíficamente sus ideas- prefirieron este viernes
envolverse en bombas, acribillar ciudadanos indefensos y tomar rehenes tratando
de que los franceses, en vez de aire principien a respirar miedo?
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Hay, por supuesto, explicaciones políticas. La principal de
todas, la decidida actitud de Francia para oponerse al Estado Islámico.
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Pero no debe ser ese el verdadero motivo de tanta saña y
encono.
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Lo que ocurre es que a los fanáticos, a esas personas que
creen haber abrazado la verdad final de los asuntos humanos, a quienes les
brillan en los ojos la fe, a esas personas que han logrado espantar todas las
dudas, no hay nada que resulte más irritante y más hiriente, que la tranquila
ascética de la razón y la generosidad de la tolerancia. Un Estado como el
francés, que practica la neutralidad en sus espacios públicos como única forma
de que la abstracción de la ley permita alcanzar la igualdad a los ciudadanos
(y que por eso impide que se usen en los espacios públicos, como la escuela,
los signos identitarios de la propia cultura o religión) es un enemigo mortal
de quienes piensan que la neutralidad y la tolerancia no son una virtud, sino
una forma encubierta de etnocentrismo europeo o de desprecio.
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Para esos creyentes no basta con que se les deje practicar
su fe y vivir de acuerdo a sus creencias (algo que cualquier república
democrática, como la francesa, permite): ellos aspiran a que los demás vivan o
piensen como ellos creen se debe vivir o pensar. No actúan así porque estén
oprimidos: lo hacen porque quieren oprimir a fin de imponer la única verdad en
la que creen.
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Para alcanzar ese objetivo, no hay crimen que se pueda dejar
de cometer, lágrimas que hacer verter, sangre que derramar, sufrimiento que
infligir. ¿Qué sacrificio puede ser demasiado grande para lograr que todos los
seres humanos -esos seres, según ellos creen, envilecidos por el consumo, la
diversión, la frivolidad, el error o el pecado- vivan como corresponde, como la
revelación divina, la naturaleza, la historia, la ideología o lo que fuera,
enseña?
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Todos quienes piensan que basta poseer la verdad final para
que ningún esfuerzo por imponerla -por cruel, absurdo, tosco o repugnante que
parezca- sea demasiado, no han logrado comprender, o porque lo comprenden
actúan así, la verdadera índole de la sociedad democrática y liberal. Este tipo
de sociedades existe como una forma de evitar la guerra entre convicciones
finales opuestas. Una sociedad entregada a la lucha final entre las
convicciones más profundas no daría sosiego a nadie y todos aspirarían a
aniquilar al que no creyera lo que ellos creen.
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¿Puede aprender algo la sociedad chilena de todo eso?
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Por supuesto que sí.
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Hay en la sociedad chilena personas inflamadas por la
verdad, por convicciones finales (como la igualdad, el inicio de la vida u otra
semejante) para cuyo triunfo y consecución cualquier sacrificio, a poco andar,
podría parecer poco. Jóvenes inflamados por anhelos de justicia que, con toda
ingenuidad, proclaman ser herederos del Che; señoras que creen que el aborto es
un crimen de personas inocentes y los que lo promueven, asesinos; estudiantes
que piensan que abrazaron de una sola vez el secreto de la justicia y que solo
resta imponerla. No hay ni una pizca de violencia en ninguno de ellos, por
supuesto, y es seguro que no lo habrá; pero a todos les brilla en los ojos ese
convencimiento por la verdad, ese entusiasmo por un único bien que, siquiera en
la imaginación, acaba justificando cualquier exceso.
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París, por supuesto, a pesar de los crímenes que ha
padecido, no arderá. Y las matanzas que padeció este viernes ayudarán al resto
del mundo, incluso a Chile, a recordar, y a renovar, las virtudes de la razón y
de la duda que enseñaron Descartes, Montaigne y Voltaire.
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