OPINIÓN-CARLOS PEÑA-KRADIARIO
POLÍTICA Y SINCERIDAD
Por Carlos Peña (*)
Esta semana hubo un repentino arranque de
sinceridad de los funcionarios gubernamentales. Mientras el subsecretario Aleuy
pidió excusas por aseverar falsedades ("un 30% de quienes participan en
las marchas son delincuentes", dijo en la Cámara de Diputados), el ministro
del Interior se mostró dispuesto a asumir la responsabilidad por el enésimo
tropiezo gubernamental (designó intendente a una persona que tuvo un proceso de
violencia intrafamiliar).
¿Es valioso el reconocimiento de Burgos y Aleuy?
No.
Lo que hicieron Aleuy y Burgos fue ser sinceros en el
sentido evangélico de esa palabra (un resabio, sin duda, del sacramento de la
confesión en cuya práctica debieron ser educados cotidianamente mientras
cursaban en el Colegio San Ignacio). Ser sincero, les enseñaron sus profesores,
consiste en reconocerse ante los demás como se es, mostrando especialmente los
errores, los pecados (1 Juan 1:8-10) que revelan la parte sombría de cada uno.
Es un acto de humildad, les subrayaron.
Pero si ser sincero es valioso en el confesionario, no lo es
siempre en la política.
En la política vale más ser eficiente (es decir, capaz de
alcanzar a bajo costo los objetivos declarados) y ser veraz (o sea, no ocultar
los hechos, maquillar la realidad o emborrachar la perdiz). Un funcionario
ineficiente o mentiroso, que reconoce su ineficiencia o mendacidad, es decir,
que junto con ser ineficiente o mendaz es sincero, no vale la pena. Salvará su
alma, pero condenará al Gobierno. En cambio, un funcionario insincero y
presuntuoso, pero eficaz y fiel a los hechos, es sin duda mejor. Se condenará a
sí mismo, pero salvará al Gobierno (y hará bien a la ciudadanía).
Esa falta de valor político de la sinceridad se prueba
fácilmente examinando las palabras de Burgos y Aleuy.
Aleuy, al sincerar su mentira, dijo textual:
"Si alguna persona o grupo de personas se ha sentido
lesionada en su dignidad con mis expresiones, pido (...) excusas sin reserva
alguna".
Esa declaración del subsecretario -cuando habla, masculla
las palabras, las desliza como si las mascara con ligero desdén- muestra que él
es sincero para eludir la verdadera índole de sus actos. Trata de pasar un
error de graves proporciones (consistente en aseverar que la delincuencia es
una categoría social que él es capaz de detectar incluso en el número de sus
integrantes) como si fuera un discurso meramente ofensivo (cuyo efecto pudiera
remediarse ofreciendo disculpas a todos y a nadie). Pero el subsecretario no
ofendió (por definición, un discurso indeterminado no es ofensivo de nadie en
particular), sino que mostró incompetencia (en las cifras y en los conceptos).
Y la incompetencia no se remedia con sinceridad.
Por su parte, el ministro Burgos (quien cada día acentúa más
su habitual tono compungido, como si hacer declaraciones consistiera en
confesar debilidades y defectos propios) declaró a propósito del fallido
nombramiento del intendente:
"No voy a discutir que hay una falla de chequeo (de
antecedentes) y eso es responsabilidad del ministerio que yo lidero, y asumo la
parte de la responsabilidad".
Suena bien. De nuevo un acto de sinceridad (no hubo chequeo
y su omisión debe imputarse al ministro, quien asume la responsabilidad,
etcétera), pero ¿de qué sirve una responsabilidad carente de cualquier
consecuencia y que, más todavía, se la invoca para acabar con el tema y que así
no exista ninguna?
Al igual que en el caso de Aleuy, habría que recordarle al
ministro Burgos que la torpeza y la omisión no se remedian con sinceridad.
Uno de los defectos del Gobierno -que, de persistir, acabará
dañando el prestigio de la izquierda- es haber cifrado todas sus esperanzas en
una personalidad: la de la Presidenta Bachelet. El efecto que ello produjo fue
una disminución de las ideas y del peso de los partidos. Bastó entonces que la
personalidad se trizara en el caso Caval para que el Gobierno padeciera.
Ahora se está cometiendo otro error que parece ser una
extensión de ese.
Este nuevo error consiste en confundir la transparencia de
los actos públicos y la eficiencia gubernativa con el valor evangélico de la
sinceridad. Algo así rendirá beneficios a las almas de los sinceros, pero
perjudicará severamente a la política.
(*) El autor es columnista permanente de El Mercurio.
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