EDUCACIÓN-DEBATE-KRADIARIO
IMPROVISACIONES EN EDUCACIÓN
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Por Carlos Peña (*)
Cambió el ministro y, como consecuencia de ello, cambió la
política ¿Qué cosa revela esto sino una grave, inadmisible, improvisación? ¿Es
razonable que una política que formó parte esencial del programa gubernamental
siga en medio de brumas...?
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Uno de los rasgos de una sociedad bien ordenada -y, para qué
decir, de un gobierno en forma- lo constituye la impersonalidad de sus políticas.
Con ello se quiere decir que el diseño de sus políticas, las decisiones
fundamentales que las constituyen, las etapas que se seguirán a la hora de
implementarlas no dependen de los funcionarios que ejercen los cargos, sino de
decisiones previamente adoptadas y, es de suponer, meditadas.
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Pero nada de eso parece ocurrir en Educación. Un ejemplo
obvio lo constituye la gratuidad.
Hace apenas unas semanas el ministro Eyzaguirre anunciaba
que la gratuidad de quienes pertenecieran a los tres primeros quintiles
-originalmente prevista solo para las universidades del CRUCh, institutos y
centros sin fines de lucro- se extendería a quienes fueran alumnos de
instituciones creadas con posterioridad a 1981, a condición de que estas
últimas satisficieran un conjunto de requisitos que el ministro incluso
enunció.
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Ayer, en cambio, la ministra Delpiano comunicó a los
estudiantes de la Confech que la gratuidad el año 2016 no alcanzaría a los
alumnos de universidades privadas creadas con posterioridad a 1981 y no
pertenecientes al CRUCh.
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Así pues cambió el ministro y, como consecuencia de ello,
cambió la política ¿Qué cosa revela esto sino una grave, inadmisible,
improvisación? ¿Es razonable que una política que formó parte esencial del
programa gubernamental siga en medio de brumas y trastabilleos a casi dos años
de transcurrido el gobierno?
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Ninguna de las razones que -en medio de esa bruma- se
esgrimieron ayer para excluir a algunos estudiantes del programa es aceptable.
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No es cierto, desde luego, que no existan criterios que
permitan distinguir entre las instituciones a las que asisten los estudiantes.
Esos criterios sobran y es cosa de contar con una decisión política para
aplicarlos: la acreditación, la autonomía que poseen, el grado de
institucionalización de la carrera académica de sus miembros, el grado de
participación deliberativa de estudiantes y profesores, etcétera, son todos
criterios racionales para distinguir entre las instituciones.
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Bastaría pues enunciar en la ley algunos de esos criterios,
o todos, y permitir entonces que los alumnos de las instituciones que los
satisfagan puedan acceder a la gratuidad. Sería además una forma de incentivar
a las instituciones a someterse a mayores niveles de regulación, adelantando
así la fisonomía final de la reforma.
Lo que no resulta razonable desde el punto de vista legal
es, como se ha anunciado, emplear como criterio para la asignación de esos
recursos el hecho de que la institución de que se trata pertenezca o no al
Consejo de Rectores. Y no es razonable porque lo que aquí se está discutiendo
es una medida tendiente a remover las barreras de acceso al sistema de
educación superior de los jóvenes, no el trato preferente o no que merecen
algunas instituciones. En otras palabras, el derecho a la educación que la gratuidad
quiere homenajear (porque se trata de eso, ¿verdad?) pertenece a los
individuos, no a las instituciones.
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Tampoco es una razón suficiente para excluir a un grupo de
estudiantes la necesidad de una implementación gradual del programa de
gratuidad. Las implementaciones graduales -v. gr., la que hubo con la reforma
procesal penal- fueron exigidas por la necesidad de evaluar los efectos de la
reforma que se trataba de ejecutar. En este caso, en cambio, la exclusión de un
grupo de estudiantes está simplemente animada por la escasez o la
improvisación, pero ninguna de ellas es una razón legal o políticamente
admisible. Ni la escasez ni la improvisación permiten efectuar una distribución
desigual de recursos públicos.
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No deja de ser irónico que un gobierno que esgrime la
igualdad como un valor lo transgreda tan flagrantemente a la hora de comenzar a
instalar la más importante de sus políticas.
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Es cierto que no resulta aceptable que algunas instituciones
esgriman la vulnerabilidad de sus estudiantes para esconder sus propios
defectos; pero eso se evita muy fácilmente por la vía de enunciar estándares
que las instituciones deban satisfacer para que sus estudiantes accedan a la
gratuidad. Y si una vez elaborados esos estándares -cuya dificultad técnica es
mínima- una institución declara estar dispuesta a satisfacerlos, ¿qué razón
puede esgrimirse para negarles a los estudiantes que asisten a ella el acceso a
la gratuidad?
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No cabe duda: si lo que justifica la gratuidad del 60% de
los estudiantes es el derecho a la educación amagado por su falta de recursos,
y si el titular de este último son los individuos, entonces todos quienes
pertenezcan a ese 60% y asistan a las instituciones que satisfagan requisitos
imparciales que es deber del Gobierno enunciar debieran tener acceso.
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(*) Rector de la UDP
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