Por Abraham Santibañez

Luego de una breve explicación de los antecedentes: un sacerdote había recibido la información de que en unos antiguos hornos de cal, en Lonquén, se encontraban restos humanos enterrados clandestinamente, partimos a verificar el hallazgo a fin de encaminar la investigación a los tribunales de justicia. Hasta entonces, tanto el gobierno como las instancias judiciales habían eludido el tema. Como una rutina aprendida, inevitablemente se daban órdenes de investigar que pronto se estrellaban contra la verdad oficial: “tal persona no fue detenida por instancias oficiales”; “la respuesta de las autoridades descarta la detención”, etc.
La indiferencia –por no hablar de complicidad- llegó al extremo cuando Israel Bórquez, presidente de la Corte Suprema, sostuvo que lo tenían “curco” estas peticiones.
Nuestra misión –además componían el grupo el director de Qué Pasa, Jaime Martínez; el obispo auxiliar de Santiago, Enrique Alvear, y el vicario Cristián Precht- consistía en constituirnos en “comisión de hombres buenos” como explicó más tarde Javier Luis Egaña, entonces secretario ejecutivo de la Vicaría. Se temía que otro camino culminara en un callejón sin salida, como ya había sucedido.
Lo que encontramos en un terreno solitario, en unos lomajes en las cercanías de Lonquén, disipó toda duda. Una breve descripción mía de lo visto, ha sido recogida en varias publicaciones: "Trozos de cráneos amarillentos, con huellas de cuero cabelludo; pelos sueltos, negros; ropas desgarradas en las que se reconoce un blue jeans, un chaleco de hombre".
Era lo que quedaba de 15 hombres detenidos en distintas circunstancias el 7 de octubre de 1973, cuyos rastro se había perdido hasta entonces.
Según escribió más tarde Máximo Pacheco (Foto derecha), “los presentes quedamos muy impresionados por este macabro hallazgo, al punto que debí apartarme y buscar refugio debajo de uno de los pocos árboles que existían en el lugar para reponerme”.
Este descubrimiento, que estremeció a la opinión pública, marcó un doloroso hito para los familiares de los centenares de detenidos-desaparecidos, víctimas del régimen militar: confirmó la terrible sospecha de que sus parientes estaban definitivamente muertos. El régimen ya no podía continuar aseverando que -tal como lo dijo el 7 de noviembre de 1975, el delegado de Chile ante las Naciones Unidas Sergio Diez: "Muchos de los presuntos desaparecidos no tienen existencia legal”.
Un relato periodístico sintetizó más tarde el sentido del hallazgo de Lonquén: “No sólo demostró que las víctimas eran reales y que no habían sido muertos por sus propios compañeros, sino que eran civiles arrestados arbitrariamente, a menudo por mezquinas venganzas (actividades sindicales, por ejemplo) o porque figuraban en algún registro partidista o porque alguien los denunció como “peligrosos”. Y estos civiles, en lugar de ser trasladados a otro lugar para su detención y eventual juicio, fueron bajados de los camiones que los transportaban y asesinados a sangre fría en medio de la noche, como ocurrió en los cerros de Lonquén. Según las autopsias, muchos de ellos estaban vivos cuando les echaron tierra y cemento encima”.
Ni siquiera esta comprobación irrefutable sirvió entonces para que sus parientes tuvieran el consuelo de darles sepultura. Cuando, finalmente, se terminó el proceso de investigación, en vez de cumplir la promesa de entregar los cadáveres a los parientes para que los llevaran al cementerio de Talagante, fueron sacados rápidamente del Instituto Médico Legal y arrojados a la fosa común. Solo mucho más tarde. Al final del período presidencial de Michelle Bachelet, en 2010, los restos finalmente recibieron una sepultura digna.
Como jurista, Máximo Pacheco preparó el escrito que se presentó al presidente de la Corte Suprema al día siguiente. Luego de hacer un recuento de las circunstancias, el documento concluía señalando:
“La alarma pública que eventualmente puede provocar la trascendencia de estos antecedentes, nos ha inducido a ponerlos directamente en conocimiento de la más alta autoridad judicial, a fin de que el excelentísimo tribunal adopte las medidas que aseguren una rápida y exhaustiva investigación”.
En su libro Lonquén, Máximo Pacheco anotó el áspero diálogo que tuvieron con el presidente Bórquez, el mismo al que tenían curco estas denuncias: “¿Ustedes creen, les preguntó, que si en el jardín de mi casa ustedes hacen un hoyo y sale un hueso es suficiente para venir a molestar a la Corte Suprema?”
Con firmeza, Pacheco le replicó que no era el caso. Y que no venían a molestarlo a él sino a pedirle que presentara la denuncia al Pleno.
Era imposible hacer oídos sordos frente a este requerimiento. La Corte ordenó a la jueza de Talagante que se hiciera cargo del caso. Poco después el ministro Adolfo Bañados fue designado en visita. Llegó hasta donde pudo, pero sabía que finalmente debía traspasar los antecedentes a la Justicia Militar. En esa instancia, la identificación de los responsables del crimen avanzó a paso lento y el reconocimiento de las víctimas fue brutalmente entorpecido, en un gesto incomprensible de arrojar los restos a la fosa común. En 2006 finalmente se empezaron las faenas para lograr un reconocimiento científico.
En esos años sombríos, Máximo Pacheco cumplió otras tareas de defensa de los derechos humanos. Sufrió penas personales y tuvo, en buena hora, reconocimientos valiosos.
Su nombramiento en Roma, como embajador chileno en la Santa Sede fue, en cierto modo, su mejor premio como servidor público. Pero, sin duda, el reconocimiento de sobrevivientes de las violaciones de derechos humanos y sus parientes y amigos, fue el galardón mayor.
(*): Máximo Pacheco falleció el sábado pasado tras sufrir un derrame cerebral y posterior paro cardíaco. Tuvo en vida una destacada participación política vinculada especialmente a la defensa de los DD HH y a su labor diplomática. Entre 1965 y 1968 fue nombrado por el Presidente Eduardo Frei Montalva como embajador de Chile ante la Unión Soviética, cargo que desempeñó hasta su nombramiento como ministro de Educación. Tras el golpe de Estado, fue despedido de la Universidad de Chile y junto a Jaime Castillo Velasco fundó la Comisión Chilena de Derechos Humanos, con lo que iniciaría una constante lucha contra el régimen militar, tanto a nivel nacional como internacional. El episodio más recordado de su labor en esos años fue su participación en la comisión de la Vicaría de la Solidaridad, que en 1978 confirmó y denunció ante la Corte Suprema el hallazgo de 15 cuerpos en los hornos de Lonquén. La noche del plebiscito de 1988, Pacheco ofició de enlace entre la DC y el comandante en jefe de la Fach, general Fernando Matthei. Fue en ese rol que comunicó al jefe militar los cómputos opositores y éste sería el primer miembro de la Junta de Gobierno en reconocer el triunfo del No. La última labor pública del abogado fue como embajador de Chile ante el Vaticano, cargo que desempeñó entre los años 2000 y 2007.