COSTITUCIÓN-ROUSSEAU-HOBBES-LATORRE-KRADIARIO
EL HOGAR PÚBLICO: O EL CAMINO A RECUPERARLO
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Por Hugo Latorre Fuenzalida
La Constitución es una invención moderna, heredera de la
idea de Rousseau acerca de la soberanía de la ley. Es decir es la forma de
“contrato” que se dan los ciudadanos para vivir en un espacio, constituyendo una “comunidad”.
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Aunque existen diferencias entre los teóricos sobre la
génesis del Estado, como de hecho lo hubo entre Rousseau y Hobbes, toda vez que
el primero entendía la justificación del Estado en la búsqueda del bienestar general
y de cada uno, a través de la democratización participativa en el
funcionamiento del mismo y, de parte de
Hobbes, se justifica para evitar el mal mayor cual es la innata
agresividad del hombre contra los demás, realidad que el Estado se encargaría
de morigerar o suprimir a través del uso monopólico y administrativo del poder.
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Estos teóricos que discutieron las formas imaginativas de la
sociedad en transición desde el antiguo régimen
a la sociedad moderna, se quedaron cortos en la visualización del
futuro, pues ni el “contrato” de Rousseau aseguró una sociedad democrática
universal, ni el Estado, como administrador de la violencia”, pudo asegurar la
paz social.
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Esto, porque ni el idealismo de Rousseau, tanto como el
pragmatismo de Hobbes, pudieron dar fiel reflejo de las reales relaciones de
poder que se asientan en toda sociedad, ya sea nobiliaria, aristocrática o
burguesa capitalista. Las relaciones económico-sociales que se consolidan en
toda organización son complejas y tienden a reforzarse en su desarrollo.
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Marx fue el teórico que incorpora esta diferencia compleja,
al introducir las categorías de las clases sociales y las relaciones sociales
de producción, lo que venía a instalar la sospecha que en la sociedad existen
sectores que se apropian del poder y del Estado, estableciendo relaciones de
dominación.
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Lo que en Hobbes era una fatalidad, en Marx se estableció
como desafío de un pensamiento
dialéctico para el desarrollo utópico de la historia.
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Para Marx la institucionalidad del Estado venía a ser la apropiación del
poder por una clase privilegiada que imponía un aparato jurídico ventajosamente
favorable a sus intereses y, además, legitimado por una superestructura
ideológica que otorgaba visos de legitimación social extensiva.
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Entonces, desde un sistema democrático abierto y optimista,
como en Rousseau, pasamos por otro sistema general pero soportado en el “vigilar
y castigar”, como en el de Hobbes, y a otro que no es general sino abierto a
las contradicciones de lucha económico social e ideológico al interior de las
sociedades, como es el de Marx.
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Las ”sociedades abiertas” (Popper), han instalado un sistema
constitucional cuya base es la regulación automática de sus conflictos, es lo
que se denomina sistema funcionalista. No hay contradicciones de clase sino
problemas focalizados, parcializados, que se resuelven por los propios
mecanismos que entrega el sistema institucional. Esta realidad corresponde a
las llamadas sociedades desarrolladas, cuya integración social alcanza niveles
de aceptación universal de las reglas del juego y de las relaciones sociales y
económicas. Su legitimación es cultural y participativa, instalando, cuando más,
un sistema de “hegemonía” social y no de “dominación” (diferencia hecha por Gramci, entre los
sistemas políticos de Oriente y Occidente). La hegemonía establece una
competencia y una relación de poder compartido con reglas del juego equitativas
y proporcionales. La dominación, en cambio, instala un sistema, o sistemas
diversos, caracterizados por unas relaciones de poder desproporcionadas,
concentradoras, excluyentes y asimétricas.
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Los países de desarrollo incompleto, o subdesarrollados,
mantienen relaciones de poder más cercanas a las de carácter oriental o de
dominación, a pesar de una formalidad jurídica-constitucional, que pueda dar la
imagen simulada de un sistema integrado y simétrico de poder (una oculta
alimaña de clase, como dijo Bierdaeff)-
De forma tal que lo que aparece enunciado como derecho
general, se escamotea en una reglamentación que pone las cosas en su lugar, es
decir obstruyendo el derecho de los más y dando curso expedito al derecho de
los menos.
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En estos países, la distribución del ingreso es casi el
inverso de Pareto con respecto a los países de desarrollo más avanzado, el
sector público no controla más del 30% de la riqueza (en Chile el caso es
extremo, pues alcanza al 18%), mientras que el sector económico privado supera
el 70%): Piketty, en su reciente libro sobre “El capital en el siglo XXI”,
desarrolla estas diferencias de manera clara y abundante. Estas proporciones
son la mejor radiografía de cómo se distribuye el poder en esas sociedades.
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Los países que vienen madurando un sistema neoliberal, como
es la realidad de la mayoría de las naciones de América Latina, han instalado
de manera radical una “sociedad de negocios” y barrieron del horizonte lo que
estos países buscaron con ahínco durante la posguerra, cual fue el establecer, paso a paso, una sociedad de
derechos.
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Hoy, las constituciones y los tratados privilegian los
llamados “derechos de propiedad” y el derecho internacional por sobre el
derecho social o el derecho en su versión nacional. Por eso se hace tan cuesta
arriba el modificar siquiera las normativas establecidas por los tratados
internacionales; por eso también las empresas nacionales prefieren inscribirse
con el cartabón de empresas internacionales, pues la preeminencia del derecho
internacional se ha establecido de manera absoluta sobre su contraparte nacional
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Los hombres que antaño sentían la protección del estado
nacional, hoy sienten que se encuentran “sin hogar” ante los poderes
transnacionales y ante el derecho internacional. Los trabajadores y habitantes
del país ya no tienen quién les defienda. Lo que antes era su ”hogar público”,
hoy es una tierra de nadie o, cuando mucho, una tierra de alquiler, pues ya no
le pertenece.
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