QUIEN DICE OLIGARQUÍA, DICE PRIVILEGIOS
Por Rafael Luis Gumucio Rivas
Alberto
Edwards, autor de la Fonda aristocrática, admiraba lo que él llamaba “la
religión de la desigualdad” - yo,
personalmente, pienso que la característica medular de la oligarquía en el poder consiste en conservar y acrecentar los privilegios a
través del tiempo -. Si caracterizamos lo que pasa hoy en Chile – más allá de
los árboles que impiden mirar el bosque – es que vivimos una crisis en las
castas privilegiadas, sorprendidas por el rechazo de la ciudadanía contra un sistema oligárquico que consagra esta religión de la desigualdad, tan
admirada por el historiador que se
definía a sí mismo como el último de los pelucones.
En toda
crisis de dominación oligárquica surgen actores, antes en la sombra y que,
súbitamente son iluminados por el foco de los escándalos, como es el caso de Natalia Compagnon y su fáustico marido,
Sebastián Dávalos, que han logrado canalizar la ira popular contra los
privilegios, mientras la mayoría de los ciudadanos viven en la pobreza, en el
mal trato en hospitales y consultorios y en la pésima educación, esta pareja de
privilegiados, por el hecho de ser familiares de la Presidenta se da el lujo de
conseguir un crédito millonario y, así, convertirse en reyes de la
especulación.
.
Si hay un concepto que se ha desprestigiado con el correr de los últimos días es el de la
“meritocracia” y puede considerarse a
Laurence Golborne y Natalia Compagnon como sus niños símbolos, tanto en
la centro derecha, como en la
centro izquierda, pues ambos surgen de
la clase popular y se convierten en personas emblemáticas de la ambición
ilimitada de dinero y de reyes de la especulación, sea en las empresas en
las Islas Vírgenes o en la especulación inmobiliaria. El origen
popular de estos personajes, vemos, radicalizan aún más la ira de la gente.
Es
evidente que para mantener los privilegios propios de la oligarquía es
necesario que el poder político y del dinero sea hereditario, razón por la cual
no nos puede extrañar que los cargos, sean en las empresas privadas o públicas,
pasen de padres a hijos o otros familiares colaterales - en este plano, la
oligarquía no actúa de forma muy diferente a la “cosa nostra” - así, todo marcha muy bien mientras los
súbditos acepten este hecho como algo tan natural como la el día y la noche,
pero podría destruirse cuando los ciudadanos organizados se rebelen contra la
injusticia e inequidad de tantos privilegios a favor de unos pocos – bastaría
con pasar de la religión de la desigualdad a la de la igualdad entre los
hombres para que surja una crisis de dominación oligárquica.
Cuando,
por ejemplo Jovino Novoa rebate el “caiga quien caiga”, está atacando algo tan
esencial como la igualdad ante la ley. Este personaje es completamente sincero
al sostener que los “rotos” no pueden ser tratados de forma igual que los
caballeros, en los tribunales de justicia, mucho menos que sean expuestos ante
“la Chusma”, mediante las emisiones televisadas de los juicios.
Ignacio Walker,
Jorge Pizarro y algunos senadores – especialmente del PPD – son mucho más finos
en la consideración de esta misma doctrina de los privilegios, pues niegan
cualquier acuerdo a espaldas de la ciudadanía, pero en la práctica, es eso lo
que buscan de una manera mucho más sutil que el ideólogo del
fascismo-guzmanismo, Jovino Novoa, al sostener, por ejemplo, que el Servicio de
Impuestos Internos debe dedicarse a recaudar fondos para el fisco que
acusar a “los caballeros” ante el Ministerio Público, lo cual significa
– para el buen entendedor – que no se puede iniciar ninguna causa en contra de
los implicados respecto a delitos tributarios sin antes dialogar con los
responsables y acordar el pago de una multa, que siempre es menor a las utilidades
obtenidas defraudando al fisco.
La
salida a la llamada crisis institucional no es muy difícil, pues bastaría una
renuncia colectiva de diputados y senadores para provocar una nueva elección,
el problema radica en que las oligarquías, en ninguna parte del mundo, ha
renunciado voluntariamente a sus privilegios; la otra puerta sería una reforma
constitucional que instaurara la revocación de mandatos, con determinado número
de firmas de los ciudadanos; la tercera vía, la convocatoria a un plebiscito que
permita al presidente de la república llamar a una Asamblea Constituyente para
redactar una nueva Carta Magna.
Nada
más falaz que el famoso recurso, tan manido, de que el camino al cambio de la
Constitución debe ser institucional. Las tres propuestas, anteriormente
reseñadas, son perfectamente institucionales, lo que ocurre es que no agradan a
quienes quieren mantener el statu quo o bien, una salida gatopardista, sean
estos de la Nueva Mayoría o de la Alianza, pues jamás la oligarquía va
renunciar voluntariamente a sus
privilegios.
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