Turquía - Análisis
¿Y SI
EL GOLPE TURCO HUBIESE TRIUNFADO, COMO EL EGIPCIO?
Por Luis Matías López
Nadie que se considere demócrata puede alegrarse
del éxito de un golpe militar contra un Gobierno democráticamente elegido, así
que hay que aplaudir la reacción unánime de condena fuera de Turquía al intento
de un sector del Ejército de derribar por la fuerza al Gobierno del islamista
Recep Tayyip Erdogan. No obstante, cabe prever que otro tanto habría ocurrido
en Egipto si el régimen presidido por el islamista Mohamed Mursi hubiese
desarticulado la intentona de julio de 2013. Pero no fue así, y resulta
llamativo que, pese a tratarse de un problema similar pero con dos desenlaces
opuestos, Occidente se haya puesto en ambos casos del mismo lado: el del bando
ganador, golpista en Egipto, legitimado por las urnas en Turquía.
A la vista de lo ocurrido en el país del Nilo, de
cómo se ha consolidado el mariscal Al Sisi en el poder, y de cómo justo tres
años después nadie osa recordarle, pese a la represión feroz de toda
disidencia, que lo alcanzó por la fuerza de las armas y contra la fuerza de los
votos, parece legítimo preguntarse si no habría ocurrido algo parecido en
Turquía si Erdogan no fuese hoy un reforzado presidente, sino un exiliado, un
preso o un cadáver.
Aunque a los líderes mundiales se les llene siempre
la boca con la palabra democracia, a la hora de la verdad el principio que
suelen aplicar es pragmatismo, aunque cuadraría mejor el de cinismo. Por eso,
no cabe descartar que, de prosperar la intentona militar, y tras una etapa
inicial de tibia y calculada condena al golpe en la que se demandaría la
devolución lo antes posible al pueblo de la soberanía a través de las urnas, se
fuese moderando el discurso incluso al extremo de no cuestionar demasiado el
resultado de unas futuras elecciones diseñadas a la medida para consolidar el
proyecto político de los golpistas.
El camino hacia la legitimación del nuevo régimen,
pese a estar manchado de sangre, se allanaría con el recordatorio de una serie
de verdades incontestables, como que Erdogan ha utilizado sus amplias mayorías
electorales para consolidar un poder personal al que falta poco para ser
absoluto y que pasa por la represión de la disidencia, las purgas en el
Ejército y el aparato de justicia y la persecución de los periodistas y los
medios de comunicación no afines al régimen. En cuanto a la libertad de
expresión, Turquía ha pasado en la clasificación de Freedom House de
“parcialmente libre” a “no libre”, lo que resulta totalmente incompatible con
la aspiración de Ankara a ingresar en la Unión Europea.
En el fondo, subyace la misma acusación que en
Egipto: que, como Mursi y los Hermanos Musulmanes, Erdogan y su AKP no creen en
la democracia, sino que la utilizan únicamente para consolidarse en el poder,
islamizar las instituciones y, de forma paulatina pero imparable, destruir el
sistema democrático. De la denuncia de esta supuesta agenda oculta se derivaría
el intento de los militares rebeldes de justificar su intentona, no como un
ataque a la democracia, sino como la única forma de preservarla. Se trataría,
por supuesto, de un razonamiento falso y viciado, pero que, llegado el caso,
podría bastar para que un Occidente preocupado sobre todo por la estabilidad de
un país de importancia estratégica clave, hiciese la vista gorda y, a medio
plazo, aunque con reticencias, terminara aceptando a los nuevos gobernantes de
Ankara.
O sea, como en Egipto. Porque si algo ha quedado
claro en las últimas décadas es que Occidente tiene una doble vara de medir
cuando de libre expresión democrática se trata. Se vio en Argelia cuando el
triunfo del Frente Islámico de Salvación parecía inevitable, tras una triunfal
primera vuelta electoral, a la que siguió la toma del control por los
uniformados. Y en Palestina, cuando Hamás arrasó en los comicios, pese a lo
cual se le arrebató el Gobierno de Cisjordania y solo a duras penas pudo
conservar el de Gaza. Y por fin en Egipto, cuando los Hermanos Musulmanes –
solo en parte por culpa de sus propios errores- vieron cómo su rotunda victoria
en las urnas se convertía en la antesala de la ilegalización y de la condena de
sus líderes a cadena perpetua o a la pena capital.
¿Por qué tendría que haber sido de otra forma en
Turquía? Si acaso, la diferencia estaría marcada por el hecho de que Erdogan,
pese al juego sucio para reforzar su poder hasta rozar lo absoluto, ha
demostrado que es capaz de graduar el desarrollo de su proyecto islamista hasta
hacerlo tolerable para Occidente. Y lo más importante: hasta ahora lo ha hecho
compatible con seguir siendo socio leal de la OTAN, eterno aspirante al ingreso
en la UE, clave para el desarrollo del conflicto que ensangrienta Oriente
Próximo, tampón eficaz aunque de alcance limitado contra el terrorismo
yihadista en Europa, y filtro del abrumador flujo de refugiados que ha puesto a
la Unión en su momento más crítico.
Así que lo más probable, es que la reacción
occidental al golpe, en el caso de que hubiese triunfado, habría estado marcada
por la prudencia, la cautela y –por supuesto- el inevitable pragmatismo, en
espera de que el nuevo régimen definiese su orientación que, en buena lógica,
habría afectado más a las cuestiones internas que a las externas, y no tendría
por qué haber lesionado las buenas relaciones con la OTAN y la UE. Eso sí, la
aspiración de más de medio siglo a integrarse en Europa, icono histórico de la modernización
y el progreso del país, habría entrado de nuevo en el congelador, un sitio no
muy alejado de la parte alta del frigorífico en la que ahora se ubica.
En este contexto hay que situar esas pocas horas en
las que, con los tanques en la calle y el poder sin un dueño claro, los
dirigentes europeos optaron por el silencio, con justificaciones explícitas o
implícitas tan diversas como que estaban durmiendo en Mongolia, concentrados en
la gestión del día después del brutal atentado yihadista de Niza, enfrascados
en la búsqueda de un acuerdo de gobierno, o simplemente a la espera de que se
clarificase la situación. A fin de cuentas, lo que quedará para la historia es
que Erdogan contó con la unánime solidaridad internacional en su hora más
peligrosa, o justo después de la misma, para ser más preciso.
En vista de las circunstancias, el desenlace ha
sido el mejor posible. Lástima, sin embargo, que a la postre ese triunfo de la
democracia haya contribuido a reforzar a un Erdogan que, de forma inmediata, ha
ordenado miles de detenciones de mandos militares y la destitución de la cuarta
parte de los jueces y fiscales que habían escapado de anteriores purgas. Es muy
probable, además, que aupado en su nueva aureola de héroe, consiga los cambios
constitucionales que dejarían todo el poder en sus manos, hasta igualar e
incluso superar al que bien podría ser su modelo: Vladimir Putin. Estaría bueno
que el fracaso de un golpe militar injustificable, puro y duro, alentase lo que
bien podría calificarse de golpe democrático que en nada contribuye a salvar el
abismo entre las dos partes de una sociedad dividida.
Atatürk,
fundador de la república laica y con los militares de árbitros severos, debe
revolverse en su faraónica tumba de Ankara ante el rumbo que toma el proyecto
que diseñó para meter a Turquía en la modernidad.
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