OPINIÓN DE SQUELLA
LE INVITO UN CAFÉ
Por Agustín Squella
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Uno de mis lugares
sagrados es el Café, así, con mayúscula, para distinguirlo del café, la bebida
que tomo allí en la versión que prefiero -el cortado-, que los Cafés
deficientes preparan a veces como café con leche. La diferencia entre un café
con leche y un cortado es la misma que hay entre un caballo y un finasangre.
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Soy monógamo en
cuanto a lugares sagrados. No vitrineo. No busco novedades. No presto atención
a sugerencias. Tratándose de Cafés -de Viña del Mar, de Valparaíso, de
Santiago-, prefiero siempre los mismos. Frecuento apenas dos o tres y en lo
posible siempre en la misma mesa. Alguien debería reivindicar el valor de las
rutinas. En esa mesa me quedo un tiempo largo, absorto en la geografía humana
del lugar. A veces leo o escribo. Me gusta observar el desplazamiento de los
mozos y el trabajo que tiene lugar detrás de la barra. La estética de la
máquina de preparar café, con sus cromos relucientes y constantes chorros de
vapor, puede bastar para dar por establecida la promesa de una nueva mañana.
Charles Bukowski, a propósito de los escasos parroquianos que encontró cierta
vez en un bar, escribió algo que vale también para quienes permanecen solos en
un Café: "Podía sentir que estaban pensando en los días y en los años de
sus vidas".
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La mayoría de las veces vamos a un bar o a un Café para
encontrarnos con otro, aunque también entramos en ellos para estar un rato a
solas con nosotros mismos. Bares y Cafés son lugares perfectos para la
introspección, para escuchar las propias voces interiores, para recobrar la
sensación de tierra firme bajo los pies. Nada malo puede ocurrirnos en lugares
a los que estamos acostumbrados. Se trata de sitios de acogida, de fondeaderos
en los que podemos echar el ancla y tener la ilusión de reaprovisionarnos.
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Todo individuo podría ser identificado por las personas que
quiso, por las que lo quisieron y por los lugares en que se sintió bienvenido.
Los Cafés -escribió Claudio Magris- son "asilos para indigentes del
corazón", y los encargados juegan allí el papel de conocidos benefactores.
Tienen la amabilidad del gesto del fumador que acerca la cerilla para encender
nuestro cigarrillo, mientras protege la débil llama con la otra de sus manos.
Son sitios donde completamos nuestra educación.
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Entonces, ¿cómo no celebrar la iniciativa de algunos de
nuestros Cafés, según nos enteramos por un reportaje de Andrea Manuschevich, y
que consiste en que los clientes, además de saldar su propio consumo, pueden
dejar pagado un café para una persona en situación de calle que quiera tomarlo
y no pueda pagarlo, la cual es atendida como cualquier otro parroquiano y no
pasada directamente a la cocina? Algunas cafeterías de esta red solidaria
instalan una pizarrita hacia el exterior para informar a los transeúntes acerca
del número de cafés que están ya pagados y disponibles para quienes los
necesiten.
Una iniciativa como esta refuerza el carácter del Café como
recinto hospitalario. Como un refugio en el que se puede estar solo y a la vez
en compañía, disfrutando de una sociedad de calores mutuos. El así llamado Café
Pendiente -nombre de la iniciativa- incrementará la diversidad de los
feligreses y hará sentir a todos, aunque sea por breves momentos, que la
fraternidad se ha instalado en la ciudad bajo la forma de una bebida fuerte y
caliente que se puede acompañar con una galleta dulce, un bizcochito o una
tableta de chocolate. Combinar un café con algo tan leve como eso solo puede
aumentar el placer.
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Entramos en un Café para detener el tiempo, tal como ese
local vienés que tenía un gran reloj colgado de la pared, justo encima de la
caja. Cuenta Joseph Roth que Franz, el camarero mayor, le daba cuerda cada
noche, poco antes de cerrar. Pero el gran reloj no tenía agujas. Ni minutero ni
segundero. Nada. Solo su esfera y el oculto engranaje que continuaba trabajando
en su interior.
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