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domingo, 11 de octubre de 2015

OPINIÓN DE SQUELLA

LE INVITO UN CAFÉ

Por Agustín Squella
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Uno de mis lugares sagrados es el Café, así, con mayúscula, para distinguirlo del café, la bebida que tomo allí en la versión que prefiero -el cortado-, que los Cafés deficientes preparan a veces como café con leche. La diferencia entre un café con leche y un cortado es la misma que hay entre un caballo y un finasangre.
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Soy monógamo en cuanto a lugares sagrados. No vitrineo. No busco novedades. No presto atención a sugerencias. Tratándose de Cafés -de Viña del Mar, de Valparaíso, de Santiago-, prefiero siempre los mismos. Frecuento apenas dos o tres y en lo posible siempre en la misma mesa. Alguien debería reivindicar el valor de las rutinas. En esa mesa me quedo un tiempo largo, absorto en la geografía humana del lugar. A veces leo o escribo. Me gusta observar el desplazamiento de los mozos y el trabajo que tiene lugar detrás de la barra. La estética de la máquina de preparar café, con sus cromos relucientes y constantes chorros de vapor, puede bastar para dar por establecida la promesa de una nueva mañana. Charles Bukowski, a propósito de los escasos parroquianos que encontró cierta vez en un bar, escribió algo que vale también para quienes permanecen solos en un Café: "Podía sentir que estaban pensando en los días y en los años de sus vidas".
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La mayoría de las veces vamos a un bar o a un Café para encontrarnos con otro, aunque también entramos en ellos para estar un rato a solas con nosotros mismos. Bares y Cafés son lugares perfectos para la introspección, para escuchar las propias voces interiores, para recobrar la sensación de tierra firme bajo los pies. Nada malo puede ocurrirnos en lugares a los que estamos acostumbrados. Se trata de sitios de acogida, de fondeaderos en los que podemos echar el ancla y tener la ilusión de reaprovisionarnos.
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Todo individuo podría ser identificado por las personas que quiso, por las que lo quisieron y por los lugares en que se sintió bienvenido. Los Cafés -escribió Claudio Magris- son "asilos para indigentes del corazón", y los encargados juegan allí el papel de conocidos benefactores. Tienen la amabilidad del gesto del fumador que acerca la cerilla para encender nuestro cigarrillo, mientras protege la débil llama con la otra de sus manos. Son sitios donde completamos nuestra educación.
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Entonces, ¿cómo no celebrar la iniciativa de algunos de nuestros Cafés, según nos enteramos por un reportaje de Andrea Manuschevich, y que consiste en que los clientes, además de saldar su propio consumo, pueden dejar pagado un café para una persona en situación de calle que quiera tomarlo y no pueda pagarlo, la cual es atendida como cualquier otro parroquiano y no pasada directamente a la cocina? Algunas cafeterías de esta red solidaria instalan una pizarrita hacia el exterior para informar a los transeúntes acerca del número de cafés que están ya pagados y disponibles para quienes los necesiten.
Una iniciativa como esta refuerza el carácter del Café como recinto hospitalario. Como un refugio en el que se puede estar solo y a la vez en compañía, disfrutando de una sociedad de calores mutuos. El así llamado Café Pendiente -nombre de la iniciativa- incrementará la diversidad de los feligreses y hará sentir a todos, aunque sea por breves momentos, que la fraternidad se ha instalado en la ciudad bajo la forma de una bebida fuerte y caliente que se puede acompañar con una galleta dulce, un bizcochito o una tableta de chocolate. Combinar un café con algo tan leve como eso solo puede aumentar el placer.
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Entramos en un Café para detener el tiempo, tal como ese local vienés que tenía un gran reloj colgado de la pared, justo encima de la caja. Cuenta Joseph Roth que Franz, el camarero mayor, le daba cuerda cada noche, poco antes de cerrar. Pero el gran reloj no tenía agujas. Ni minutero ni segundero. Nada. Solo su esfera y el oculto engranaje que continuaba trabajando en su interior.

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