EDUCACIÓN
GIORGIO JACKSON TIENE RAZÓN
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Por Sebastián Edwards
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Hace unos días, el diputado expresó su malestar con
claridad, cuando dijo: “Me da bastante pena que el debate se haya transformado
en quién recibe más lucas el próximo año o quién recibe menos lucas, porque la
reforma educacional no se trata de un traspaso de recursos del Estado a las
familias, se trata de entender la educación de manera distinta”.
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El gobierno reaccionó ante estas y otras críticas en forma
predecible: nombró una “comisión consultiva” para estudiar los antecedentes
-¡otra vez!- y “trabajar sobre la ley de educación superior”. Para Jackson y
muchos de sus colegas, esta es una pésima idea. Lo peor, dicen con un dejo de
razón, es la presencia de Sergio Bitar, a quien sindican como creador del
sistema que repudian. Nombrar a Bitar es como poner al zorro a cuidar a las
gallinas.
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Hace unos días apareció la versión para el año 2015 del
ranking mundial de universidades Arwu, elaborado por la Universidad de
Shan-ghai. Como ya ha sido una tradición, las universidades chilenas aparecen
en posiciones mediocres, mucho más abajo que aquellas de países pequeños a los
que debiéramos emular. Ninguna universidad nacional se encuentra entre las
primeras 300 del mundo; la Universidad de Chile está ubicada entre los lugares
300 y 400 y la Universidad Católica, entre el 400 y el 500. En contraste,
cuatro instituciones de Israel y dos de Nueva Zelandia están entre las 300
mejores.
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El primer documento que debieran recibir los miembros de la
“comisión consultiva” es este ranking. Un análisis de los primeros 20 lugares
da pistas para entender cómo son los sistemas de excelencia universitaria.
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Resulta que seis de las 20 mejores universidades del mundo
están en California. Vale decir, un 30% de las instituciones de educación
superior de excelencia están ubicadas en un lugar que contiene a menos del 1%
de la población. Pero esto no es lo más importante. Lo verdaderamente
impresionante es que cuatro de estas seis universidades descollantes son
públicas y, para todo efecto práctico, son gratuitas, entre ellas, mi propia
Ucla, en el lugar 12. Estas universidades públicas -que también incluyen a las
universidades de California en Berkeley, San Diego, y San Francisco- son favorecidas
por el gobierno, del que reciben billones de dólares de financiamiento de base
y directo. La mayoría de sus estudiantes son universitarios de primera
generación -muchos hijos de inmigrantes pobres-, y reciben ayuda federal (Pell
Grants) o préstamos subsidiados.
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Entre las 20 primeras hay, también, dos universidades
privadas de California: Stanford, en el segundo puesto, y el California
Institute of Technology, en el lugar siete. La primera es la cuna de la
revolución informática y tecnológica, y la segunda, ubicada en Pasadena, es
líder en ciencias duras, física nuclear y química. Ninguna de estas dos
universidades recibe financiamiento “basal” o directo del gobierno. Muchísimos
de sus estudiantes tienen becas gubernamentales y préstamos subsidiados del
Estado, y muchos de sus profesores tienen cuantiosos financiamientos del
gobierno para sus proyectos de investigación. Pero lo importante de esto es que
estos fondos son “portables” y quienes los reciben -profesores o estudiantes-
se los pueden llevar con ellos si deciden cambiarse de universidad.
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Vale decir, el Estado financia a individuos asociados con
estas grandes universidades privadas, pero no a las instituciones propiamente
tales. En contraste, el esquema ideado por el gobierno de Michelle Bachelet
considera otorgarle financiamiento de base directo a una serie de universidades
privadas, incluso a universidades confesionales, como la Universidad Católica.
En la esencia misma de toda sociedad moderna y democrática está la estricta
separación de la Iglesia y del Estado, lo que, entre muchas otras cosas,
significa que los fondos públicos no se deben usar para financiar en forma
directa a entidades religiosas -universidades u otras. Ayuda indirecta, por
medio de becas a sus alumnos vulnerables y fondos a sus profesores, sí, pero
ayuda en la base no. Esta distinción no es puramente lingüística, está
construida sobre principios políticos y filosóficos. También tiene efectos
prácticos. Por ejemplo, si el profesor Jorge Costadoat hubiera tenido un
proyecto de investigación financiado por el gobierno, al ser desvinculado por
el cardenal de su cátedra en la Universidad Católica, hubiera podido llevarse
ese financiamiento a otra casa de estudios.
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Otro tema fundamental es el gobierno de las grandes
universidades. Nuevamente tomemos el caso de las cuatro universidades públicas
californianas que están entre las 20 mejores del mundo. ¿Qué podemos aprender
de ellas? Algo simple y poderoso a la vez: su sistema de gobierno no está
basado en elecciones directas de autoridades. Los estudiantes no votan por
rectores, ni decanos, ni directores de departamentos. Los profesores tampoco
votan para elegir a las autoridades. Son consultados, pero no hay votaciones
formales. Los funcionarios no participan en el gobierno universitario. Están
agrupados en sindicatos que negocian las condiciones de trabajo, pero no tienen
injerencia en el manejo de la universidad.
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La instancia superior en la Universidad de California
-sistema que agrupa a 10 universidades, incluyendo Berkeley, Ucla, San Diego y
San Francisco- es el Consejo de Regentes, un cuerpo colegiado formado por 26
miembros. De ellos, siete son miembros por derecho propio, incluyendo al
gobernador y vicegobernador del estado de California. Del resto, 18 miembros
son nombrados por el gobernador y ratificados por el Senado, y sirven por
períodos de 12 años. No pueden ser removidos de sus puestos. Estos 25 regentes
nombran a un representante estudiantil, cuyo puesto dura sólo un año. Además,
en el Consejo de Regentes participan dos representantes del Senado Académico
con derecho a voz, pero no voto.
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Vale decir, en estas universidades públicas, que se
encuentran entre las mejores del mundo, no hay “triestamentalización”. Son
universidades de calidad con un sistema de gobierno que refleja el sentimiento
de la sociedad -los nombra un gobernador y los ratifica un Senado
democráticamente elegidos-, pero que es altamente especializado y no está
basado en elecciones directas.
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Pero éstas no sólo son universidades públicas. También son
universidades combativas, altamente solidarias, con estudiantes con un gran
sentido del activismo político. Berkeley fue la cuna de la resistencia a la
guerra de Vietnam, y Ucla fue la casa de la dirigente Angela Davis. Son
instituciones políticamente involucradas, y de una altísima calidad académica.
Si esto es posible en California, ¿por qué no en Chile?
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