El ser humano es una unidad compleja: es simultáneamente hombre-cuerpo, hombre-psique y hombre-espíritu. Detengámonos un momento en el hombre-psique, es decir, en su mundo interior, urdido de emociones y pasiones, luces y sombras, sueños y utopías.
Así como hay un universo exterior, hecho de órdenes-desórdenes-nuevos órdenes, de horribles devastaciones y de emergencias prometedoras, así también hay un mundo interior, habitado por ángeles y demonios. Ellos revelan tendencias que pueden llevarnos a la locura y a la muerte, y energías de generosidad y de amor, que nos pueden traer autorrealización y felicidad.
Como observaba el gran conocedor de los meandros de la psique humana C.G. Jung: el viaje rumbo al propio Centro, debido a estas contradicciones, puede ser más peligroso y largo que el viaje a la Luna y las estrellas.
Entre los pensadores de la condición humana, hay una cuestión nunca resuelta satisfactoriamente: ¿cuál es la estructura de base de nuestra interioridad, de nuestro ser psíquico? Son muchas las escuelas de interpretación.
Resumiendo, sostenemos la tesis de que la razón no aparece como la realidad primera. Antes de ella hay todo un universo de pasiones y emociones que agitan al ser humano. Por encima de ella está la inteligencia, por la cual intuimos la totalidad, nuestra apertura al infinito y el éxtasis de la contemplación del Ser. Las razones comienzan con la razón. La razón en sí misma es sin razón. Ella simplemente está ahí, indescifrable.
Pero ella remite a dimensiones más primitivas de nuestra realidad humana, de las que se alimenta y que la atraviesan en todas sus expresiones. La razón pura kantiana es una ilusión. La razón viene siempre impregnada de emoción y de pasión, hecho aceptado por la moderna cosmología. La cosmología contemporánea incluye en la idea de universo no solo energías, galaxias y estrellas, sino también la presencia del espíritu y de la subjetividad.
Conocer es siempre entrar en comunión interesada y afectiva con el objeto del conocimiento. Apoyado por una pléyade de otros pensadores, siempre he sostenido que el estatuto de base del ser humano no reside en el cogito cartesiano (en el yo pienso, luego existo), sino en el sentido platónico-agustiniano (en el siento, luego existo), en el sentimiento profundo. Este nos pone en contacto vivo con las cosas, percibiéndonos parte de un todo mayor, siempre afectando y siendo afectados. Más que ideas y visiones de mundo, son las pasiones, sentimientos fuertes, experiencias germinales, el amor y también sus contrarios, los rechazos y los odios avasalladores, lo que nos mueve y nos pone en marcha.
La razón sensible hunde sus raíces en el surgimiento de la vida, hace 3,8 miles de millones de años, cuando irrumpieron las primeras bacterias y comenzaron a dialogar químicamente con el medio para poder sobrevivir. Ese proceso se profundizó a partir del momento en que surgió el cerebro límbico de los mamíferos, hace más de 125 millones de años, cerebro portador de cuidado, de ternura, cariño y amor por la cría. Es la razón emocional que alcanzó nivel autoconsciente e inteligente con los seres humanos, pues también somos mamíferos.
El pensamiento occidental es logocéntrico y antropocéntrico y puso siempre bajo sospecha la emoción, por miedo a perjudicar la objetividad de la razón. En algunos sectores de la cultura se creó una especie de lobotomía, es decir, una gran insensibilidad ante el sufrimiento humano y los padecimientos por los cuales ha pasado la naturaleza y el planeta Tierra.
En los días actuales nos damos cuenta de que es urgente, al lado de la razón intelectual irrenunciable, incluir decididamente la razón sensible y cordial. Si no volvemos a sentir con afecto y amor a la Tierra como nuestra Madre y a nosotros como la parte consciente e inteligente de ella, difícilmente nos moveremos para salvar la vida, sanar heridas e impedir catástrofes.
Uno de los méritos innegables de la tradición psicoanalítica, a partir de su maestro fundador Sigmund Freud, fue el haber establecido científicamente la pasionalidad como la base, en grado cero, de la existencia humana. El psicoanalista trabaja no a partir de lo que el paciente piensa sino a partir de sus reacciones afectivas, de sus ángeles y de sus demonios, buscando establecer cierto equilibrio y una serenidad interior sostenible.
Lo que podemos afirmar es que independientemente de las distintas escuelas psicoanalíticas el hombre-psique se ve obligado a integrar creativamente su universo interior siempre en movimiento, con tendencias diabólicas y simbólicas, destructivas y constructivas. Por aciertos y equivocaciones vamos procesualmente descubriendo nuestro camino.
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