Por Wilson Tapia Villalobos
Me imagino que a muchos emocionó el primer capítulo de los “Archivos del Cardenal” (N.R: Serie documental sobre la dictadura en TVN). Me cuento entre ellos. Vimos un relato sin concesiones. Hecho desde la perspectiva de los que sufrían las arbitrariedades y brutalidades de la dictadura. También de aquellos que no veían o no querían ver. Y un rescate de la sensibilidad. De ese pedazo del ser humano que lo hace imponerse por sobre sus limitaciones físicas, psicológicas, culturales. Tuvo cerca del 20% de la audiencia. Cuestión que habla a las claras que millones de chilenos aún están libres de la chabacanería, de la liviandad de la farándula, de la manipulación televisiva que lleva a la banalidad.
Que duda cabe que bajo la dictadura una parte de la Iglesia Católica fue la voz de lo que no podían hablar. Que duda cabe que allí existieron héroes hasta hoy desconocidos. Y que, tal vez, nunca han ocupado sitios relevantes. Porque la correlación de fuerzas cambió. Y, posiblemente, si en estos días cayera otro manto de oscuridad en Chile, habría que inventar un nuevo cardenal. Para que éste rescatara los valores esenciales que obligan a la Iglesia a ponerse al servicio de los que sufren.
En este primer capítulo se vio algo de lo relevante que conforma nuestra manera de ser. Esa búsqueda casi enfermiza de la estabilidad. Ese temor a perder hasta el equilibrio más precario. Ese pavor a soñar con un mundo mejor que no será regalado. Aquel recurso tan siniestro de cerrar los ojos creyendo que así no nos verán. Y gracias a estas particularidades, a menudo dejamos pasar tantos atropellos. Tantos abusos. Claro, bajo la dictadura era comprensible: la rebelión podía costar la vida. Pero con la democracia eso no cambió.
Los quince cadáveres de los hornos de Lonquén fueron el tema central de esta primera entrega. El descubrimiento de tal aberración se produjo en 1978. Sus cadáveres recién pudieron ser entregados en 2010. No porque el episodio hubiera sido fortuito o sus responsables desaparecidos bajo el castigo de una espada divina. Simplemente porque quienes tenían los antecedentes no los entregaron. Y hasta hoy se niegan a hacerlo en otros casos.
Por eso, la nuestra es una miniatura de democracia. Porque en 20 años de gobiernos de centro izquierda y ahora de derecha, los militares no han sido obligados a revelar donde están los cadáveres de los hasta ahora cientos de detenidos desparecidos. Por eso es que hoy el ex comandante en jefe de las Fuerza Aérea, Fernando Matthei -padre de la actual ministra del Trabajo-, se permite decir que desconoce los nombres de los pilotos que bombardearon La Moneda, el 11 de septiembre de 1973. Y, por eso, los ministros de Defensa -entre ellos, la ex presidenta Michelle Bachelet- durante todo el período post dictadura han lanzado loas al espíritu democrático de las FF.AA. chilenas. Y dejaron que estas se mofaran de sus compatriotas, afirmando que no tenían antecedentes acerca de adonde fueron a parar los cadáveres de quienes ellos detuvieron y luego eliminaron.
Yo quisiera creer que las nuevas generaciones de militares, carabineros y policía civil, tienen otra formación. Una cultura distinta a la que mostraron cuando se tomaron el poder. Pero las dudas me asaltan con los cuarenta y cinco soldados inmolados en el volcán Antuco, con los nuevos reclutas de carabineros muertos en su primer entrenamiento.
“Los archivos del Cardenal” también permiten apreciar la bajeza de algunos de nuestros políticos. El presidente de Renovación Nacional (RN), senador Carlos Larraín, criticó esta telenovela antes de que se exhibiera. Su argumento: que transformaba en víctima a la izquierda. No le importaba la historia. No le importaba que los acontecimientos que abordaba fueran reales y una parte trascendente de nuestra historia.
No vale la pena ahondar en qué lugar se quedó la mentalidad del señor Larraín. Su disonancia es con la democracia. Es cierto que él es un senador designado. Nadie lo eligió para que ocupara un curul en el Senado. Es el producto de estas “liberalidades” que se permite la democracia chilena. Y que tanto daño hacen. Pero que los políticos de todos los colores no han querido resolver.
Todas estas particularidades salen a la luz gracias a un esfuerzo artístico. Gracias a una investigación. Gracias a honrar la historia. Acontecimiento llenos de emoción, pero también plagados de enseñanzas. De facetas humanas encomiables. Cuántos jóvenes de la época no se sentirán identificados con quienes trabajan en la Vicaría de la Solidaridad y que por ello eran hostigados, golpeados, amenazados, torturados y hasta asesinados. Y cuántos más no habrán recordado noches y días de pavor por sólo informar. Por negarse a mantener el silencio impuesto, que los transformaría en cómplices.
No es malo mirar el lado oscuro de las cosas. Porque siempre está, en la otra banda, la claridad. La luz que da el equilibrio. Esa dualidad que hace a los seres humanos irrepetibles. La historia tratada de manera profunda, sirve para eso. Para señalarnos que los pueblos no son grandes por el dinero per cápita que muestran las cifras macro; no son admirables por su estándar de vida. Lo son por la capacidad de integrar sus distintas facetas. Por asumir las responsabilidades de sus actos, por más atroces que sea. Ese es el primer paso para hacer una sociedad grande y acogedora.
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