Arthur Koestler en sus memorias trae a colación un cuento chino que creo es plenamente aplicable a nuestros hechos recientes, pero desde una vertiente puramente anecdótica, pero que encierran enseñanzas como las de Esopo, Daireux o Samaniego.
Esta historia relata que en tiempos de la inauguración de la dinastía Ming, existía un verdugo muy acucioso y tremendamente diestro en el arte de decapitar de un sablazo a los condenados a muerte, que por entonces eran innumerables. Pero el famoso verdugo Wan Lung tenía una cualidad adicional, cual era que se esforzaba por hacer el tránsito de la muerte un proceso lo más benigno y lo menos traumático para el condenado.
De hecho, cuando el reo se dirigía hacia el patíbulo, subiendo las escalinatas, podía divisar a un hombre que le acogía con una sonrisa afable y comprensiva, casi cálida; incluso el condenado podía oír al hombre que le daría muerte entonar una melodía dulce o silbar unas notas como pajarillo silvestre. También el verdugo excepcional tenía la virtud de esconder su cimitarra amarrada a su espalda para que el pobre moribundo no sufriera el disgusto de su presencia aterradora. Pero cuando el cabizbajo condenado llegaba al último escalón, con una velocidad de rayo el verdugo desprendía su sable y asestaba un certero golpe, tan veloz que el pobre hombre no alcanzaba ni siquiera a vislumbrar su ejecución.
Pero este verdugo del imperio quería culminar su vida con una fama inmortal, y su meta era asestar un golpe de tal impecabilidad que el condenado quedase con la cabeza en el mismo sitio donde la traía antes del sacrificio, tal cual acontece con esos malabaristas que retiran de un golpe de mano el mantel de la mesa, dejando impecablemente los cubiertos y copas en su sitio. Pulió por años su técnica hasta que cuando ya contaba más de 70 años decide ponerse a prueba.
Siguió el mismo ritual de esconder su cimitarra, de entonar su canción y cuando el reo ya llegaba al último peldaño retira de la espalda su sable y asesta un golpe a tal velocidad, ángulo y precisión que la cabeza quedó en su sitio; para más sorpresa, avanzó el muerto hasta el cadalso sosteniendo la cabeza en su erguida postura, y para espanto suyo le dirigió la palabra al mentado verdugo demandándole que no prolongara más su agonía, que ejecutara su deber de una vez.
El verdugo lo mira atento y divertido por ver cumplida con creces su hazaña y le responde a su vez al reo: “Tenga usted la bondad de inclinar su cabeza”. Obviamente, en ese momento rodó la testa testaruda por la superficie tablada para maravillada sorpresa de los que presenciaban la ejecución.
¿No les parece que este relato calza perfectamente con el caso Lavín (ministro chleno)? A quien le dieron un sablazo preciso, quirúrgico; pero tan certero ha sido que el hombre parece vivo, incluso ejerce en otro ministerio. Creo que los chilenos debemos advertirle al ministro, como lo hizo el verdugo Wan Lung: Ministro, ”tenga la bondad de inclinar su cabeza”.
Puede ser que esta frase célebre del verdugo se repita en la historia de Chile. Por ejemplo a muchos políticos de la Concertación, de la derecha o de los díscolos; a muchos que pretenden ser candidatos les puede llegar el momento de ser decapitados de manera insensible y tener que advertirles que por favor se sirvan tener la bondad de inclinar sus cabezas, pues ya están decapitadas….También le puede acontecer a todo el sistema político actual: al binominal, a la Constitución autoritaria y oligárquica, a los partidos decrépitos y tantas otras personas e instituciones de este Chile que parece condenado a sufrir tantas decapitaciones quirúrgicas como en los albores de esa dinastía china. En cada caso puede ser preciso recordarles que sólo falta que tengan la bondad de “inclinar su cabeza”, pues a veces es difícil darse cuenta que se está definitivamente “decapitado”.
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