Por Hugo Latorre Fuenzalida
Así como en otras décadas se dio el dogma de estatizarlo todo, ahora sufrimos, pareciera que por una especie de resaca, el dogma de privatizarlo todo.
¿Es prudente, razonable y objetivo el instalar estas políticas tan extremas?
Un análisis histórico de las estatizaciones da cuenta que no fue ni razonable, ni conveniente ni bueno.
Un análisis de las privatizaciones, hecho con vista de historia en tránsito, va demostrando resultado parecido: no es razonable, no es bueno ni es conveniente.
Obviamente los partidarios de uno y otro extremo, nunca reconocerán sus errores. Los estatistas cayeron por inviabilidad económica; los privatistas vienen sufriendo varias caídas en el ring, con conteo de knock out, pero vuelven a pararse, medio grogui, pero ahí los tenemos, porfiando y sin darse por vencidos.
Los latinoamericanos somos algo tardíos para reaccionar ante los procesos históricos. Nos empeñamos en hacer la revolución marxista-socialista cuando en Europa ya hacía más de 30 años que declararon a las experiencias socialistas como propuestas fracasadas, conservadoras y autoritarias.
La experiencia neoliberal-privatista, comienza a hacerse fuerte en América Latina antes que en ninguna otra parte del mundo. Se inicia con la dictadura de Pinochet en los albores de los años 70 y, debido a la crisis de la deuda, se aplicará con fuerza extensiva y profundidad en toda la Región.
A la parte del mundo que acoge las recetas del FMI, como hemos sido los latinoamericanos, no le ha ido bien. Tampoco a Chile. Vivimos la década perdida y nuestras sociedades se encuentran entrampadas en un modelo transnacionalizado, exportador de materias primas y explotador de mano de obra barata. No generamos trabajo en cantidad suficiente y, menos, trabajo bien remunerado. Sufrimos los vaivenes del inestable mercado mundial de manera exagerada, lo que daña las tareas de desarrollo a mediano y largo plazo.
La tasa de inversión es claramente baja, para ser país en desarrollo; la industrialización y las manufacturas vienen quedando muy rezagadas, lo que reduce las demandas interempresas, en consecuencia no se activa suficientemente el acelerador y multiplicador keynesiano; por tanto la potencia de estímulos se va en parte para las economías extranjeras y no a las propias.
También, al ser pobre la industrialización, la demanda tecnológica es innecesaria, lo que hace a las economías locales más dependientes y menos competitivas.
La masa de pobres no ha cesado de crecer en el transcurso de las últimas tres décadas, hasta contabilizar 220 millones de personas, en la actualidad.
Brasil, puede considerarse un caso excepcional. Su tamaño y su empeño industrializador, desde la década de los 40 del siglo XX, le permitió llegar a ser la 8ª potencia industrial del mundo al inicio de los años 80 y retomar, luego de las crisis regionales y mundiales que se prolongan por casi tres décadas, una nueva perspectiva de relanzamiento mundial, como la que vive por estos días.
Las políticas de Brasil son pragmáticas, con los más y los menos, propio de nuestra América Latina, pero esa postura le ha permitido adelantarse a los ciclos y subsanar con mayor velocidad los errores cometidos en el camino.
Lo que no ha logrado Brasil es resolver el problema de la asimetría social y el rezago humano de gruesa parte de la población, producto de políticas excesivamente concentradoras del crecimiento económico modernizador, dirigido hacia las capas altas y media alta; pero también debe culparse a sus episodios de inestabilidad macroeconómica. Este lastre le costará un tiempo y un esfuerzo difícil de definir. Pero de intentarlo, lo intentará.
México, buscó una industrialización de maquila, soportado en las inversiones norteamericanas y asiáticas, que ocuparon su territorio para tareas estratégicas en su cadena de elaboración. Esa aparente bonanza de los 80 y 90, que llevó a duplicar el PIB y triplicar las exportaciones, no constituyó más que una “ilusión” de crecimiento, pues desarrollo no se produjo y la pobreza de la población urbana creció del 35% al 53%, en el mismo período.
Argentina, luego de la debacle de la deuda externa y del régimen privatizador de Menem, debe entrar a retomar estrategias realistas y viables de inserción en el mercado mundial. Argentina tiene las condiciones para hacerlo desde los recursos naturales y de sus recursos humanos altamente calificados. Sólo falta la conciencia de estos desafíos y una conducción suficientemente efectiva. También el recuperar los equilibrios sociales que un día tuvo –y que hoy se encuentran en declive peligroso.
Estos tres grandes países de la región latinoamericana, dan una panorámica de nuestra situación en el proceso de globalización. Tenemos potencialidades, pero hemos cometido errores que cuesta décadas superar; mientras tanto nuestra competencia, desde Asia, se proyecta a velocidad abismante, y su fórmula pragmática les permite sostener unas tasas de inversión que casi triplican las nuestras, y tasas de crecimiento del PIB que es más del doble que la nuestra; todo esto, extendido por décadas, define una distancia que se hace casi inalcanzable. El modelo adoptado por los asiáticos no es el neoliberal, sino el neokeynesiano. Este modelo implica desarrollarse con los dos pies: mercado interno y externo; competencia interna y competitividad externa; inversión tecnológica de punta y también desarrollo con tecnologías convencionales, todo de manera simultánea.
Nosotros, en general, hemos elegido el camino fácil, el atajo: la competitividad espuria, sobre la exportación de artículos llamados “menguantes”, con tecnologías blandas y de gran inestabilidad en los mercados.
El mundo asiático incorpora el 380% de cambio tecnológico en tres lustros, mientras que nosotros, en promedio, apenas el 60%. Esa es la explicación de nuestro atraso y de nuestros problemas sociales. Podemos, en consecuencia, vivir ciertos “milagros” económicos gracias a los precios circunstanciales de nuestros productos exportables (igual que hace dos siglos), pero de lo que no nos deben quedar dudas es que son “milagros sin mañana”.
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