Parece que vivimos los últimos compases del gran concierto de las utopías conocidas. Algunas han durado más de un milenio arropadas por castigadores mandatos religiosos. Las políticas se baten en retirada después de períodos disímiles. Las hay que comenzaron a deshilacharse luego de setenta años de transformadas en realidad. Todavía perduran otras después de más de dos siglos. Pero han cambiado de tal manera el rostro que parecen un remedo de lo que fueron. Y aquí es donde surge la pregunta ¿puede el ser humano vivir sin utopías? ¿Puede enfrentar su existencia sin pensar en proyectos y planes optimistas que esbocen un mundo mejor? Pareciera que no. Aunque nos desconcierte el punto de inflexión en que hoy nos encontramos. Lo antiguo, pese a estar superado, se niega a retirarse. Y lo nuevo no acaba de dibujarse con toda intensidad.
El balance puede llegar a ser traumático. Ver a los socialistas europeos encargados de desmontar el Estado de Bienestar, utopía que ellos mismos delinearon, es algo inesperado. Y la mirada progresista justifica tal cosa. Que sean medidas neoliberales, es cuestión que los gobiernos socialistas sólo acometen obligados por las circunstancias, dicen. Agregan que no todas las reformas atentan contra los derechos sociales. Sin embargo, es indesmentible que los cambios han sido impulsados por los mercados. Y en ellos la sensibilidad social no constituye un parámetro.
Esa es, someramente, la cara del progresismo. Reconozcamos que ya no se identifica como izquierda. Se puede pensar que es un arranque de sinceridad. Pero me temo que obedece más a razones de estrategia comunicacional. La etiqueta “Izquierda”, no vende. Aunque debemos asumir que el cambio no ha sido precisamente positivo. Más bien ha llevado a la confusión. El elector -como en Chile- no ve obstáculos insalvables para saltar la barrera entre ese progresismo y la derecha tradicional, aunque se llame “nueva derecha”.
Y me temo que el problema es mucho más profundo. Abarca diversos ámbitos en que la política se afinca. La separación entre política y negocios ha desaparecido. El que un ex jefe de gobierno se vaya a la empresa privada, no tiene nada de ilegal. Sobre todo si cumple con los requisitos que impone la ley. No es cuestionable que un Felipe González, líder del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y ex presidente de su país, ahora forme parte del Consejo de Administración de la empresa Gas Natural. Y que por ello perciba 126.500 euros anuales ($88.550.000), algo más que los 80.000 euros ($56.000.000) -más seguridad, movilización, gastos de secretaría- que el Estado le sigue entregando por el cargo que ocupó antaño. Es algo similar a lo que ocurre entre nosotros. Con la diferencia que en España la transparencia es mayor y se conocen las cifras reales. Aquí nadie sabe a cuanto ascienden -y en algunos casos de donde provienen- los fondos que perciben los ex mandatarios. Como dice el filósofo Fernando Savater, nada ilegal, nada cuestionable.
Y tiene razón, legalidad total. Incluso entre nosotros, aunque sería deseable un poco más de transparencia. El problema, sin embargo, no es con la norma, con lo establecido por la ley. El verdadero drama político se produce en el conflicto de visiones. Nadie puede negar que la experiencia de un político debe ser muy positiva para una empresa. Incluso por sus contactos y por su conocimiento. Pero hasta allí estamos hablando de eficiencia, que es lo que exigen los mercados. ¿Y qué hay del compromiso del referente político? Un líder alineado con las aspiraciones de los humildes difícilmente volverá a sintonizar en esa línea si entra a formar parte de quienes tienen como finalidad el logro de utilidades. Incluso a costa de rebajar sueldos o provocar desempleo.
Y el resultado de esta situación se puede observar a nivel local y mundial. La izquierda desapareció como alternativa. El progresismo no es más que un intento acomodaticio, personal y de grupo, para flotar mejor en un nuevo mar.
Pero no sólo la política es el escenario. La sociedad toda se encuentra inmersa en un cambio en que las viejas utopías se retiran con acordes suaves o abiertamente disonantes. Estos últimos se escuchan especialmente en la religión. La arremetida del Papa Benedicto XVI contra la laica España es apenas un ejemplo. Mientras se predica con gran énfasis en defensa de la familia, se condena la educación sexual en los colegios. Y, a la vez, se combate el aborto. Cuando pareciera que esas hebras forman parte de la misma madeja. Y hasta se llega a la estulticia de tratar de combatir el femicidio exhortando a favor de la castidad. Es lo que recientemente ha hecho el obispo español José Ignacio Munilla.
Las viejas utopías son sobrepasadas. Y tímidamente aparecen las nuevas que intentan responder a las demandas actuales. Quizás pronto veamos que los Derechos Humanos, por ejemplo, volverán a un lugar preponderante. Seguirán ocupándose de los atropellos contra las personas, de las torturas, de las desapariciones, de la brutalidad cometida con los indefensos. Pero con el avance de la democracia y de los mercados imponiendo como derecho fundamental el de Propiedad, las cosas cambiarán. Y posiblemente veremos a los equipos de DD HH reemplazando la labor de los sindicatos. Dando resguardo y formación a los trabajadores. Además de preocuparse de denunciar la discriminación y de alentar el respeto a las personas especiales.
Es lo que parece venir en este acto que comienza.
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