Por Ander Sierra - Diario RED-
Todo apunta a que la terapia de shock que quiere
llevar a cabo Estados Unidos va a ser contra China, pero también contra
aquellos países latinoamericanos que Washington considere que están demasiado
alineados comercial o políticamente con Pekín
La guerra arancelaria promete ser uno de los
episodios más destacados de la competición entre Estados Unidos y China una vez
Donald Trump vuelva a ocupar la Casa Blanca el próximo 20 de enero. Incluso
antes de esa fecha, el líder republicano ya ha dado indicios sobre cómo será su
segundo mandato para con la potencia asiática.
Durante la campaña electoral, Trump afirmó que su
administración establecería un arancel general del 60% para los productos
procedentes de China. Para dimensionar el impacto, esta medida gravaría más de
425.000 millones de dólares en bienes importados si tenemos en cuenta los datos
anuales de 2023. Si bien este porcentaje probablemente sea menor, dado el shock
que provocaría en la economía mundial, la amenaza refleja hasta dónde podría
llegar el futuro presidente republicano para conseguir sus tres objetivos
prioritarios: contener el poder de China, impulsar –aunque sea de manera
forzada– la relocalización de la industria en territorio estadounidense y
mantener la primacía global de Estados Unidos.
Para este menester, el líder republicano podría
tener una herramienta coercitiva adicional. Mauricio Claver-Carone, el que será
el nuevo enviado especial para América Latina de la administración Trump,
propuso que Washington aplique aranceles del 60% a “cualquier producto que pase
por [un] puerto de propiedad o control chino en la región” y que tenga como
destino final Estados Unidos.
Este comentario no es baladí ni casual. Pocos días antes, el presidente de China, Xi Jinping, viajó a Lima para reunirse con la presidenta peruana Dina Boluarte y asistir a la ceremonia inaugural del puerto de aguas profundas de Chancay, una infraestructura valorada en 3.500 millones de dólares construida y operada parcialmente por la empresa estatal COSCO Shipping Ports.
Bajo la
perspectiva de Claver-Carone, cualquier mercancía que parta de este punto del
Pacífico en dirección a Estados Unidos, sin importar el país de origen, debería
ser gravada. Esta medida se aplicaría también a otros puertos de naturaleza
similar en América Latina y el Caribe, como el de Lázaro Cárdenas en México,
Balboa en Panamá o Paranaguá en Brasil.
“América para los americanos”
“Puedes llamarlo [a la estrategia estadounidense]
como una Doctrina Monroe 2.0”, comentaba Mike Waltz, asesor de Seguridad
Nacional elegido por Trump, durante una entrevista para la cadena televisiva
Fox News. Una vez más, detrás de la grandilocuencia de las declaraciones de las
figuras más destacadas de la administración republicana se esconde algo mucho
más profundo.
Estados Unidos ha entrado en una especie de
ansiedad hegemónica como consecuencia de la pérdida progresiva de su poder y
busca atar en corto a todos los países a los que Washington considera que
forman parte de su “patio trasero”; e incluso, en algunos casos, amenazar con
controlar –por la vía militar si fuera necesario– varios puntos estratégicos
como el Canal de Panamá o Groenlandia.
La potencia norteamericana ha gozado de un poder
casi absoluto durante las últimas siete décadas, posición que le ha permitido
consolidar una estrategia global injerencista en aras de proteger la narrativa
del “orden basado en reglas” y sus intereses estratégicos. No obstante, este
periodo ha finalizado; el mundo ha cambiado y, con él, todo el sistema
internacional. Y una muestra que refleja esta tendencia es América Latina.
Antaño objetivo prioritario de la famosa Doctrina
Monroe, esta región se ha acercado significativamente a China en los últimos
años, en buena parte por la posición pasiva, condescendiente e indiferente que
ha mantenido Estados Unidos. Trump, tanto en su primer mandato como
presumiblemente en su segundo, ha tratado a la región como un mero foco de
inmigración “no deseada” y un chivo expiatorio para la problemática de
criminalidad que afronta Estados Unidos y a la que el trumpismo vincula con los
flujos migratorios.
Es significativo que las primeras declaraciones más
mediáticas vertidas sobre la región hayan ido en esta dirección. Sobre México,
Trump aseguró que declararía a los cárteles como “organizaciones terroristas” y
varios miembros de su equipo abogan por llevar a cabo una intervención militar.
Respecto a Panamá, los republicanos no han escondido su ambición de volver a
controlar el estratégico Canal de Panamá. Y la presidenta de Honduras, Xiomara
Castro, advirtió que podría revocar la presencia militar estadounidense en la
base de Comayagua por la “actitud hostil de deportaciones masivas” de miles de
hondureños.
Esto no ha sido mucho mejor con el presidente
demócrata Joe Biden, quien ha ignorado la región para centrar sus esfuerzos en
la guerra de Ucrania y en Oriente Medio. Por ejemplo, la Alianza de las
Américas para la Prosperidad Económica, establecida en 2022, no ha dado los
frutos esperados y no ha conseguido uno de los objetivos que sí buscan los
países latinoamericanos: “abordar la desigualdad económica y fomentar la
integración económica regional”. Y eso ha acarreado consecuencias que China ha
sabido aprovechar.
Un buen punto de partida para entender esta
dinámica es analizar los vínculos comerciales: el comercio bilateral entre
China y América Latina ha escalado de los 18.000 millones de dólares en 2002
hasta los 450.000 millones de dólares 20 años después. Además, según varias
estimaciones, para 2035 esta cifra superará los 700.000 millones de dólares. La
tendencia ascendente da lugar a un fortalecimiento de los lazos políticos, una
situación que ha permitido a Pekín incrementar sus proyectos en la región. En
la actualidad, 22 de los 26 países latinoamericanos forman parte de la
Iniciativa de la Franja y la Ruta, la cual cuenta con numerosos proyectos de
infraestructura, incluyendo decenas de puertos o terminales operados o
construidos por empresas chinas –algo que supone una alarma en la Casa Blanca–.
En este contexto, todo apunta a que la terapia de
shock que quiere llevar a cabo Estados Unidos va a ser contra China, pero
también contra aquellos países latinoamericanos que Washington considere que
están demasiado alineados comercial o políticamente con Pekín. En este sentido,
la administración republicana amenazará abierta y coercitivamente –con
aranceles, sanciones o presión diplomática– a estos países para forzarles a
cambiar su regulación comercial y distanciarse de la potencia asiática. Además,
esta política se enmarca en los objetivos que Trump quiere alcanzar: una
economía más liberalizada en el interior, pero proteccionista hacia el
exterior.
Como declaró Marcos Rubio, el nuevo secretario de
Estado y uno de los mayores halcones de política exterior, Estados Unidos “no
puede permitirse el lujo de que el Partido Comunista Chino expanda su
influencia y absorba a América Latina y el Caribe en su bloque
político-económico privado”. No obstante, la estrategia de Washington puede ser
contraproducente, ya que los países latinoamericanos –a excepción, quizá, de
Argentina, gobernada por el anarcocapitalista Javier Milei– podrían buscar una
alternativa más amistosa a la política injerencista estadounidense. El mundo ha
cambiado, Estados Unidos ya no domina el hemisferio occidental y al otro lado
del Pacífico se ubica una potencia que continúa buscando hacer más negocios con
la región.
La pregunta que queda por hacer es ¿qué piensa Rusia de todo esto y cuál sería su mirada si esto ocurre o llegara ocurrir en algún momento?
* Periodista especializado en política
internacional. y director de Descifrando la Guerra. Interesado en la República
Popular China y en la región Asia-Pacífico. Maestría en Estudios
Internacionales por la UPV/EHU y en Estudios de Asia Oriental por la UAM.
Coautor del libro «La nueva era de China: la gran estrategia para el sueño de
Xi Jinping».
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