Desparpajo es una palabra poco usada en el vocabulario
corriente del chileno, pero por las aguas que corren, vamos a tener que
recurrir a su uso de manera habitual. En la Real Academia, esta palabrita puede
significar: osadía, descaro, atrevimiento, desenvoltura, soltura, insolencia,
destreza, desfachatez.
La personalidad del chileno fue siempre ajena al descaro, la
desenvoltura. Más bien el comedimiento, la incapacidad de ser espontáneo y
abierto ha sido nuestra cualidad más
característica, por eso no es raro que se nos calificara de hipócritas.
En el NUEVO CHILE, ese Chile que nace al morir la democracia de la Constitución del 25 y que se rige por los decretos y bandos militares, cuya continuación lógica es la Constitución del 80, que todavía nos rige, pero con el maquillaje necesario para tapar las cicatrices de la tortura y la palidez de la muerte que le acompañan como fúnebre ornamento de su incubación. En el “Nuevo Chile” no se logró tapar la maldición de su incesto: la corrupta y perversa violación de su propia familia humana.
Como lo más salvaje y primario en el naciente desorden del
Cosmos, representado por ese Dios que devora a sus criaturas, Cronos o Saturno,
así el NUEVO CHILE, arrastra ese mal caótico de la corrupción original.
Igual que los dioses griegos, los hijos de la dictadura
sufrirán los males humanos sin mitigación ni reivindicación. Los líderes
políticos estarán atravesado por la pasión del poder; los empresarios serán
marcados por el mal de la avaricia; los jueces por el mal de la complicidad
dolosa; los militares por el mal del crimen alevoso. Todos los pecados
capitales estarán marcados en la piel de los hijos de ese Nuevo Chile.
Ninguna sociedad se salva de la corrupción, no se puede eliminar, como bien lo señala Gogol en su estupenda novela “Almas muertas”. Pareciera que la profecía de Jesús de que “siempre habrá pobres”, también debe ser aplicada al decir de que “siempre habrá corruptos”. Pero en el caso de Chile hacíamos una diferencia, pues lo que en otros países de nuestro barrio se hacía a punta de pistola, de crímenes y de violencia frontal, en nuestro país se hacía de manera silenciosa, solapada, disimulando y haciendo parecer todo cubierto bajo el manto de lo legal; pues destacábamos que nuestros estafadores y corruptos actuaban siempre al amparo del Código y de torcerle la nariz al derecho…,y si al saltárselo eran sorprendidos, bueno los abogados se encargarían de meter baza procesal, de tal modo que se alargue el juicio y la paciencia hasta el olvido.
Cuando el poder se examina con lupa, sucede que da la razón
científica al famoso lord Ashton, ese que advirtió que “todo poder corrompe,
pero el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Bueno, en Chile siempre ha existido una “casta”- como la
denomina el presidente transandino-, que goza de las bondades del poder, poder
que se ha negado sistemáticamente a compartir, excepto cuando ha sido obligado
por los escasos episodios de floración democrática que ha tenido este país
(1938 a 1973).
Desde la dictadura cívico militar, las cúpulas del poder se
han cerrado a toda transacción real del poder político y económico. Lo social,
por cierto, ha sido abandonado a su suerte, lo que se ve en ese espectáculo de la
bipolaridad estructural de las ciudades, de los colegios, de la salud, de las
pensiones y de la justicia, más toda la infraestructura de servicios que abonan
una calidad de vida (áreas verdes, parques, dotación policial, calles,
luminarias, postas, farmacias, transporte, etc.).
LA VERDADERA CAUSA.
Mi amigo y abogado Mauricio Salinas me corrigió cuando en un debate yo señalé que el gran problema de Chile en la actualidad es la corrupción. No- me corrigió Salinas- el verdadero problema de Chile es la CONCENTRACIÓN DEL PODER. Enseguida me recordó lo de lord Ashton en lo que tiene toda la razón, pero lo que yo quería señalar es que la corrupción, siendo en verdad un problema derivado de la concentración brutal del poder, es lo que en el ambiente social aparece como lo más relevante, en los días que corren, junto con la delincuencia común.
Es verdad que la delincuencia común, incluso esa que se
organiza de manera audaz y trasciende fronteras, es causada por razones
sociales de pobreza, abandono, violencia, y de ventajas comparativas que deduce
el pobre con respecto al rico, siempre afanoso, este último, en exhibir y
ostentar su exuberante estilo de vida, en las narices de los más pobres. Porque
según la doctrina neoliberal, todos los hombres somos seres económicos (homo
economicus), es decir estamos obligados a vivir calculando nuestras mejores
opciones, nuestras ventajas comparativas, y según estas actuamos, es decir los
pobres también quieren superarse en la competencia por la vida. Es el mundo
darwiniano.
Pero lo que más carga las culpas en los poderosos, es que
éstos forman parte de las élites y, por definición, las élites son el ejemplo
de conducta que irradia a la totalidad de la sociedad. Las clases subalternas
no tienen capacidad de generar el efecto demostración (sólo lo pueden hacer sobre su misma clase), efecto
demostración que sí lo deben hacer las clases culturalmente hegemónicas.
Entonces, cuando estas clases que lideran las conductas de toda la sociedad, cometen
los ilícitos e inmoralidades, los abusos y ventajismos, la violencia
prepotente, y finalmente se protegen en una
institucionalidad cómplice, lo que hace que sus fechorías quedan impunes o
resulten tremendamente lucrativas para
engordar sus inabordables fortunas, las cuales han sido amasadas las más
de las veces metiendo las manos en el bolsillo del pueblo más indefenso o del
Estado desprotegido, justamente por la omisión jurídica auspiciada desde las
mismas élites, entonces esos “ejemplos de vida” se irradian hacia la totalidad
de la sociedad, se normalizan por imitación.
Esta verticalidad corruptora, desde arriba hacia abajo, es la más dañina y perjudicial para la frágil sustentación de las democracias. Ahora, cuando las élites se ceban en la avaricia corruptora, y lo que no debe pasar de lo excepcional se transforma en hábito, y cuando el pudor, la vergüenza y lo escandaloso se convierte en DESPARPAJO, quiere decir que esa sociedad, esas élites se han transformado en los agentes activos de la decadencia, es decir son los promotores del caos.
Los corruptores del poder se asocian en las alturas, dando
forma a las redes de impunidad, que no tardan en abrazar a toda la más sagrada
institucionalidad, y de la institucionalidad se asalta la cultura. Se cae entonces en el
relativismo, en la anomia y en el nihilismo, tres síntomas de una enfermedad
terminal de un orden que ya no es capaz de responder a las pulsiones vitales de
un cuerpo social determinado. Esa sociedad se irá desintegrando en una especie
de “caos inorgánico”, etapa en la que los elementos de desintegración agresiva
comienzan a dominar sobre los elementos de la cohesión formativa u orgánica. En
definitiva es la muerte de ese sistema.
No podemos menos que advertir que la fase en que las élites
económicas, políticas y judiciales actúan con total DESPARPAJO y en un espacio
de masividad peligrosa, ya está operando a voluntad y placer.
Veamos ejemplos: 1) En las esferas de la política.
Los partidos se han transformados en clubes de poder, donde manda más el que
financia que el que organiza un pensamiento atractivo a la sociedad. En esa
preeminencia de lo financiero, los candidatos a la representación popular se
escogen según su capacidad económica o su lealtad a las posturas de quien
maneja la caja de fondos. La preeminencia de lo financiero ha permitido recibir
financiamiento de sectores que estafan al Fisco de manera histórica y sistemática.
Las élites políticas conservan el poder institucional, pero han perdido la
adhesión popular, como lo exhiben su escuálida militancia y la mala opinión que
las encuestas reflejan de forma incontrarrestable. Se empeñan en bloquear el
ingreso de los independientes a los espacios de representación y buscan
consolidar mayorías formales, donde se sabe que el dinero es un factor esencial
de acceso al ruedo del poder electoral,
asegurando de esta forma la impenetrabilidad por las minorías díscolas o
críticas a la espuria hegemonía de los mismos instalados en el establishment.
2) En la esfera empresarial.
Los empresarios de Chile no se diferencian de sus colegas de toda América Latina, en la concepción de la nueva doctrina neoliberal globalizada. Esta postura es la de la prescindencia de las lealtades para el desarrollo de la sociedad nacional, adscribiéndose a la lógica de las grandes empresas transnacionales que se aventuran en los países que les ofrecen facilidades y seguridades tan sesgadas hacia la rentabilidad máxima en el corto plazo, que los lleva a no participar en los esfuerzos del estado nación para superar las fases endurecidas del atraso.
Esto se manifiesta en la baja
tributación real de las empresas, la recuperación acelerada de la inversión, la
remisión total de las utilidades a paraísos fiscales o a los accionistas
centrales y el nulo compromiso con la transferencia tecnológica y las opciones
industrializadoras y creativas. Todo ello consagrado por los tratados
internacionales y sus cláusulas lesivas al interés de los Estados, que
prácticamente paralizan las estrategias autónomas de desarrollo.
Espectáculo parecido encontraremos en otras instituciones de
la sociedad: medios de comunicación, poder judicial, Iglesias, sindicatos,
Fuerzas Armadas y policiales.
Todas estas instancias van perdiendo coherencia
institucional para con el Estado-Nación y se van separando en lógicas
corporativas que llegan a consolidar verdaderos
ghettos. Esta desconexión de un propósito unitario de desarrollo, los ha
llevado a instalar el dominio del interés propio, interés que se va divorciando
de la ética solidaria y de las normativas regulatorias de toda sociedad
integrativa.
En medio de esta lógica prescindente, las élites van
agotando sus recursos de un relato aceptable, llegando a transformarse en lo
que Wilfredo Pareto definía como élites
decadentes, agotadas en su capacidad de atraer y liderar a la sociedad hacia un
destino compartido. Para Pareto, estas élites agotadas, envejecidas o
corrompidas, deben ser reemplazadas por nuevos liderazgos que ventilen los
viejos vicios y traigan nuevos aires, que oxigenen a la sociedad toda. Es la
“circulación de las élites”. En vez de eso, lo que tenemos en Chile es una
CIRCULARIDAD de las élites, es decir cambian rostros, pero son las mismas
familias con los mismos relatos. Es la jerarquización del poder que Robert
Michels llamó “La ley de hierro de las oligarquías”.
Lo que no sabemos es si estas élites agotadas serán
reemplazadas por una nueva generación creativa y reconstructiva, o caeremos en
esa especie de “crepúsculo veneciano”, esa larga cadencia del ocaso sin
retorno, que es la agonía de la voluntad y el colapso de la esperanza.
El cambio del disimulo al DESPARPAJO, es la bocina de alarma
que advierte que nuestras élites ya deben ser reemplazadas, junto a la
totalidad de su aparataje, ese que les permitió envejecer corruptamente.
(*) Este artículo, si bien no refleja completamente el pensamiento de KRADIARIO, fue escrito por un antiguo colaborador y participante en la fundación de este diario en el año 2010.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario