Con los triunfos de Macri en Argentina y la
derrota del chavismo en Venezuela, más el alza electoral de la derecha en
Francia, cualquiera puede darse a la idea
que los procesos revolucionarios vienen retrocediendo a una posición de retaguardia
defensiva.
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Su vocación ofensiva y de ataque frontal al
sistema capitalista mundial ha quedado derrotado en casi todos sus frentes, lo
que hace de uno un pesimista respecto a las posibilidades del pensamiento
progresista en el futuro próximo.
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Pero sin embargo, se conservan algunos
procesos progresistas exitosos: Bolivia de Evo y Correa en Ecuador. No
hablaremos de la Nueva Mayoría en Chile, pues nunca fue progresista y la
corrupción se comió el pan en todas sus capas, desde la corteza hasta el
centro, con lo cual se ha transformado en una ilusoria defraudación, una
comedia mal montada, cuyo desenlace aún no podemos predecir. En Uruguay, la
cosa ha ido por una senda de moderación
casi aristotélica, una especie de “sofrosine”, de justo medio, de equilibrio y
ponderación que permite poner cimientos
firmes luego de cada avance. Mujica ha sido un bálsamo de romántico
populismo, pero con responsabilidad y autenticidad. Lo de los Kirchner en
Argentina huele más a un populismo engavillado, es decir una mixtura de
justicia social más declarativa que efectiva.
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Pero lo interesante es preguntarse ¿por qué
las revoluciones fracasan? O también ¿por qué a los procesos progresistas no
les va tan bien en las contiendas que se deciden democráticamente?
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Bueno, esto no puede ser una aseveración
universal ni categórica, puesto que, como hemos señalado, tanto a Evo Morales
como a Correa les ha ido de maravillas en la ratificación popular. Probablemente
lo que ha pasado con el chavismo ha quedado más o menos claro: una hybris
populista extemporánea, pésimo manejo de la economía, problemas urgentes no
resueltos en largo tiempo: abastecimiento, salud, empleo, delincuencia, etc. El
chavismo no logró superar su etapa de urgencia económica, de asistencialismo
inconsecuente (porque no puede eternizarse como política), por lo que fue
incapaz de generar viabilidad de largo plazo.
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En el caso de Chile, nuestra oligarquía,
fielmente acompañada por la
Concertación, usan el mal ejemplo del populismo venezolano toda vez que algún
político progresista proponía cambiar el eje del desarrollo nacional. Es decir,
la poco lúcida experiencia chavista entrega argumentos servidos a la derecha
latinoamericana, que hace tan mal las cosas como el chavismo, pero con un signo
contrapuesto, es decir en favor de los ricos y contra los intereses del pueblo,
pero igualmente nefando y ruinoso a largo plazo.
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La corrupción es el gran legado del
liberalismo oligárquico en Chile. Durante la vieja democracia la derecha fue siempre corrupta, pero se le
sumaron algunos políticos cebados por el poder; pero, con todo, fueron
excepciones. Hoy, la corrupción cruza toda la estructura de la sociedad y eso
es un daño más peligroso que la incompetencia económica, porque la corrupción
socava y degenera las bases de la convivencia y la violencia con perseverancia
demoniaca. Si te equivocas en las políticas económicas, simplemente las puedes
corregir y volver a salir adelante, pero
si te corrompes…de eso no te recuperas sin pagar costos muy altos y en tiempo
muy prolongado, si es que el sistema elude
el colapso.
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¿Hemos tenido en América Latina y en Chile
una izquierda amateur?
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Puede ser una explicación realista, puesto
que las experiencias de izquierdismo han sido traídas de los cabellos de los
procesos que ya se estaban agotando en Europa, pues surgieron más de un siglo
atrás y sus expresiones reales ya
estaban bastante desacreditadas como referencia doctrinaria, ideológica y
práctica.
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Los más serios
pensadores marxistas de la época ya
abogaban por reformular la ideología y cambiar el libreto programático. Pero
acá, como decía doña Gabriela Mistral, la realidad cuando proviene de Europa
golpea a nuestros intelectuales en la cabeza como un mazo, los aturde y los
deja sin capacidad de argumentar por sí mismos;
entonces viene el afán de copiar al pie de la letra. Por eso es que
somos tan radicalmente extemporáneos, incluso lo seguimos siendo, ya no desde
la izquierda sino, esta vez, desde la derecha, copiando miméticamente el modelo
neoliberal, escrito por teóricos exaltados y fanatizados por sus propios
delirios y fantasmas. Así resulta que hemos forjado la experiencia más
neoliberal del mundo.
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Podemos quejarnos-con toda razón- como se
quejaba don José de Pereda de las mujeres, cuando señalaba en su obra “Peñas
arriba”: “¿Por qué tenéis que ser vosotras las mujeres en todo extremo tan
extremadas?
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Habla la conducta de nuestros
izquierdistas, además de una frivolidad existencial, puesto que nadie que tenga
un ser auténticamente de izquierdas se duerme en los setenta progresista y
despierta en los 80 transformado en un reaccionario neoliberal segregacionista,
conservador y antipopular. Eso es injustificable. Está bien, se puede caer la
fe que los nutrió, pero no se puede travestir la sensibilidad humanamente
forjada en la integridad de experiencias vitales. Eso habla de frivolidad, de
blandenguería, de oportunismo y de otras fealdades.
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Como un día espetó el filósofo español,
Ortega y Gasset en su libro famoso “La rebelión de las masas”: “Ser de las
derechas como ser da las izquierdas, no es más que una de las mil formas que
tiene el hombre de ser un imbécil”. Y tal vez el hispano llevaba gran razón,
puesto que decía que las cosas en política no son tan simples como las pintan
estos dos extremos; que siempre la solución política es compleja, matizada,
polivalente y de multiconcurrencia. Que
es de “simplicios” el creerse los dogmas de pe a pa, o que con su
ideología se puede acceder al “mejor de los mundos posibles”, como admitía el
bueno de Leibniz, respecto de la Creación divina.
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Pareciera que volvemos al decadentismo de
fines del siglo XIX y comienzos del XX. De hecho “Todo decae”, como denunciaba
la revista “Le Decadent” en 1866: “Religión, justicia, costumbres, todo decae.
La sociedad se desagrega; el hombre moderno es un hastiado”.
Con Karl Huysmans no podemos más que
revivir el horror por la mediocridad humana, por la estulticia cotidiana (“A
Rebours”).
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