Comentarios del fin de semana
Por Carlos Peña
Fue en febrero cuando se supo que él y su cónyuge emprendieron negocios vedados para cualquier hijo de vecino (pero disponibles para el hijo de la Presidenta) y es diciembre el mes en que (como si estuviera empeñado en que no se le olvidara) Sebastián Dávalos concurrió a la fiscalía para revelar que el caso Caval era parte de un complot para ocultar cosas peores (nada menos que el caso Soquimich que habría financiado la campaña de su madre, la Presidenta).
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Dávalos habrá, pues, inaugurado el año. Y se habrá encargado de cerrarlo.
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¿Qué cosa —exceptuada la simple estupidez o una extraña versión de un complejo de Edipo irresuelto— puede explicar la conducta del hijo de la Presidenta?
Hay varias explicaciones posibles.
Una de ellas se encuentra en la difícil relación que existe entre los sentimientos y la política.
En uno de sus textos, Max Weber enseña que la modernidad (con sus frutos de eficiencia y de bienestar, pero también de cierta frialdad) comenzó cuando la familia se separó de la fábrica o, en otras palabras, cuando la espontaneidad de las relaciones afectivas, indispensables para la autoafirmación del yo, se puso aparte de la racionalidad instrumental que era necesaria para producir. Este rasgo de lo moderno se encuentra también en la educación. Todas las sociedades educan a sus hijos, pero solo en la modernidad se les saca tempranamente del hogar para, así, separar la incondicionalidad del amor (que es propia, en principio, de la familia) de la medición del desempeño y del esfuerzo (que es propia de la escuela y del mercado). Mientras en la familia los niños valen por lo que son, en la escuela, por lo que hacen. El mismo fenómeno se encuentra en la política moderna: mientras en las sociedades tradicionales el liderazgo es hereditario (se hereda por la sangre o por la costumbre), en las sociedades modernas está entregado a la competencia (y se gana en la refriega del proceso político). Mientras en las sociedades tradicionales el poder es un asunto de linaje, en las sociedades modernas es una cuestión de individualidad.
En el caso de Sebastián Dávalos ese principio fundamental se abandonó.
La posición que él alcanzó al interior del círculo presidencial nada tenía que ver con su desempeño o con su talento. El lugar que él poseyó en el aparato del Estado fue el simple, y fortuito, fruto de una cuestión de parentesco. En otras palabras, fueron los afectos, buenos y malos, los que motivaron su presencia allí.
Y cuando una persona accede al poder fundada en una característica meramente adscrita, es muy fácil que se deslice hacia la irresponsabilidad. Después de todo, la responsabilidad descansa sobre la idea de que cada uno es hijo de sus obras y no simplemente hijo. Y si a alguien se le confiere algo solo por ser hijo, ¿qué tiene de raro que no sea capaz de comprender que su conducta se examine y se evalúe?
No es de extrañar, entonces, la actitud de Sebastián Dávalos con la que se está cerrando el año.
Pero lo más importante —e incómodo— del caso Dávalos no es propiamente la conducta que el hijo de la Presidenta ha tenido, sino lo que ese caso muestra y pone de manifiesto.
Y es que el vínculo entre Sebastián Dávalos y la Presidenta, fundado en el amor filial hasta expresarse en una posición de poder, no es muy distinto al vínculo que inicialmente trazó la Mandataria entre ella y el público: un amor de transferencia que también culminó en una posición de poder.
Una de las características del liderazgo de la Presidenta —se ha subrayado infinidad de veces— fue su capacidad para establecer intimidad a distancia, esa notable habilidad para trazar vínculos, a veces casi maternales, con las audiencias y con las personas. Es como si ella hubiera tenido la capacidad de expandir su subjetividad hasta rozar con ella a quienes no la conocen. Pero, como es obvio, ese rasgo de la Presidenta era simplemente transferencial: las audiencias veían y proyectaban en ella lo que anhelaban. Lo que se vio en el segundo semestre fue la ruptura de ese lazo transferencial y el permanente esfuerzo de la Presidenta por reconstituirlo.
El caso Dávalos —esta apertura y cierre del año 2015— es así una verdadera metáfora de la política de este año: mostró, como en una miniatura, las vicisitudes del poder erigido sobre un lazo afectivo.
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