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lunes, 1 de septiembre de 2014

TRILOGÍA
EL AUTÓMATA AJEDRECISTA DE VON KEMPELEN Y LA TECNOLOGÍA ENGAÑOSA.
Por Hugo Latorre Fuenzalida
 
Estamos bajo el imperio de la sociedad de masas, que Lipovetsky enjuicia como sociedad del “homo consumator”, es decir ese ser que dejo de ser el “homo laborens”,  que producía con el sudor de su frente los bienes destinados al consumo de otros, es decir la burguesía rica y dilapidadora, para dedicarse a demandar, ahora, como simple consumidor.

Este hombre cuyo instinto “oral” no logra escalar hacia una fase superior de voluntad, es un ser pasotista, áspero, rudimentario (o muy refinado, pues hay masas de clase alta), que opera con una ilimitada apetencia,, y sus músculos se activan ante el primer estímulo generado desde los sistemas de seducción, que como los altoparlantes del “Mundo feliz” van definiendo  una subliminal conciencia predispuesta a engullir, en esas fauces descomunal e inagotable, todo lo que se exhiba.

La técnica se ha transformado en el nuevo dios de esta sociedad de consumidores. De servirnos para mejor satisfacer nuestras necesidades,  nos hemos transformados en sus servidores. De crearla con nuestra imaginación, nos está forjando ella ahora y somos pensados por los instrumentos; de manipularla, estamos, ahora, siendo manipulados por ella.
Así como este es el tiempo de la digitalización y el pensamiento sistémico nos trae  para consumo los autómatas robotizados; el siglo XVIII fue el siglo de la mecánica, del reloj y sus derivados. El hombre de entonces creaba mecanismos impresionantes, como el “Papamoscas” de la catedral de Burgos o Pierre Jacquet Droz (tenía que ser  hijo de la Suiza de los relojes) con su “Pianista”, el “Dibujante” y el “Escritor”, todos ellos autómatas de ingeniosa actividad.

Son, quizá, de los más célebres autómatas de su tiempo.
Wolfang von Kempelen, no se quedó en chicas y diseñó un muñeco autómata conocido como “El Turco”, por el atuendo oriental que lo caracterizaba. La particularidad de este autómata es que jugaba estupendamente ajedrez, tanto así que –se dice- derrotó al mismo Napoleón en una partida jugada antes de la batalla de Wagram.

Von Kempelen vendió este muñeco en un precio muy elevado a Johan Maezel, quien trató de recuperar su inversión paseando al muñeco genial por Europa, Cuba y Estados Unidos.
Pero lo sorprendente está en que una vez muerto el propietario, se descubrió que quien jugaba las partidas de ajedrez era un personaje pequeñito, que se ajustaba a la cajuela desde donde manipulaba los engranajes  con precisión categórica. Se llamaba William Schlumberger y desapareció con el muñeco en el magno incendio de Filadelfia. Quien preservó el recuerdo de este personaje fue Edgar Allan Poe, al escribir una narración conocida como “El jugador de Ajedrez de Maezel”.
 
La gran manipulación

Lo que nos enseña esta capacidad inventora del hombre, es que detrás de una tecnología  tan ingeniosa, puede existir una trampa imperceptible; y eso que nos parece sorprendente hasta dejarnos embelesados, puede contener una seducción fraudulenta y exhibicionista.
En la historia antigua se crearon mitos con estos personajes: como la estatua de Osiris, que lanzaba fuego por los ojos; Pigmalión que esculpió la estatua de Galatea y se enamoró de ella; Hefesto que creaba mujeres animadas y revestidas en oro  para que le ayudaran en sus labores de herrería, o los Argonautas que crearon un perro autómata para que les sirviera de custodio.

En fin, se puede pasear por la Edad Antigua, Media, Renacimiento y Moderna, dando con personajes de gran renombre como Roger Bacon o Alberto Magno y el mismo René Descartes, que es, ni más ni menos, el mentor intelectual de todo este montaje, pues él concibió la idea que los animales  y los cuerpos eran  como simples autómatas. De Descartes se cuenta que cuando murió su hija política Francine, la recreó como muñeco con capacidad de ciertos movimientos y era tan fidedigna imagen de esa hija amada que siempre la llevaba en sus viajes.
Toda tecnología encierra un enano  que opera los engranajes de manera oculta y secreta, pero  de forma eficiente. Hay una especie de fetiche tecnológico desde siempre, pero tremendamente extendido en el hombre contemporáneo. La mascarada engañosa, sin embargo, doblega las resistencias, y los artefactos  de todo tipo invaden la vida de las personas y cautivan su ánimo y su mente. Todo se hace por el objeto deseado, por la máquina, por la acción automatizada, por el divertido emular acciones propias de los hombres. Los autos modernos nos hablan, nos alertan, nos guían y hasta se conducen solos. Las máquinas procesadoras ya hasta piensan por nosotros.

Como dice Heidegger: “La técnica moderna no es sólo un medio, es un desocultar”.

Entonces el hombre moderno debe descubrir las interpelaciones y las provocaciones que impone la técnica, pero para ello debe sostener una mirada cuestionadora y una mente ágil; de lo contrario será atrapado  por “la cosa”, y de sujeto, que busca iluminarse por la tecnología, será absorbido y velado (ocultado en su esencia) y enceguecido (alienado) en medio de sus mecanismos.
El hombre masa latinoamericano, ese hombre que no crea conocimiento y que es un simple usuario, corre mayor peligro de ser velado (ocultado) del fidedigno saber en el campo del uso tecnológico. En cambio el hombre que crea y domina la tecnología, desvela el saber en su uso, pues se sostiene como sujeto soberano del objeto, mientras que el simple usuario tecnológicamente infecundo, corre el riesgo de terminar siendo objeto de un uso tecnológico que se convierte en sujeto dominador. Ya somos en parte unos Píndaros, enamorados de esa creatura, aferrados a sus demandas, como un fetiche. Basta ver los celulares en manos de cada transeunte, aferrados como un Corán en manos de cada islamista.

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