EL AUTÓMATA AJEDRECISTA DE VON KEMPELEN Y
LA TECNOLOGÍA ENGAÑOSA.
Por Hugo Latorre Fuenzalida
Estamos bajo el imperio de la sociedad de
masas, que Lipovetsky enjuicia como sociedad del “homo consumator”, es decir
ese ser que dejo de ser el “homo laborens”, que producía con el sudor de su frente los
bienes destinados al consumo de otros, es decir la burguesía rica y
dilapidadora, para dedicarse a demandar, ahora, como simple consumidor.
Este hombre cuyo instinto “oral” no logra
escalar hacia una fase superior de voluntad, es un ser pasotista, áspero,
rudimentario (o muy refinado, pues hay masas de clase alta), que opera con una
ilimitada apetencia,, y sus músculos se activan ante el primer estímulo
generado desde los sistemas de seducción, que como los altoparlantes del “Mundo
feliz” van definiendo una subliminal
conciencia predispuesta a engullir, en esas fauces descomunal e inagotable,
todo lo que se exhiba.
La técnica se ha transformado en el nuevo
dios de esta sociedad de consumidores. De servirnos para mejor satisfacer
nuestras necesidades, nos hemos
transformados en sus servidores. De crearla con nuestra imaginación, nos está
forjando ella ahora y somos pensados por los instrumentos; de manipularla,
estamos, ahora, siendo manipulados por ella.
Así como este es el tiempo de la
digitalización y el pensamiento sistémico nos trae para consumo los autómatas robotizados; el
siglo XVIII fue el siglo de la mecánica, del reloj y sus derivados. El hombre
de entonces creaba mecanismos impresionantes, como el “Papamoscas” de la
catedral de Burgos o Pierre Jacquet Droz (tenía que ser hijo de la Suiza de los relojes) con su
“Pianista”, el “Dibujante” y el “Escritor”, todos ellos autómatas de ingeniosa
actividad.
Son, quizá, de los más célebres autómatas
de su tiempo.
Wolfang von Kempelen, no se quedó en chicas
y diseñó un muñeco autómata conocido como “El Turco”, por el atuendo oriental
que lo caracterizaba. La particularidad de este autómata es que jugaba
estupendamente ajedrez, tanto así que –se dice- derrotó al mismo Napoleón en
una partida jugada antes de la batalla de Wagram.
Von Kempelen vendió este muñeco en un
precio muy elevado a Johan Maezel, quien trató de recuperar su inversión
paseando al muñeco genial por Europa, Cuba y Estados Unidos.
Pero lo sorprendente está en que una vez
muerto el propietario, se descubrió que quien jugaba las partidas de ajedrez
era un personaje pequeñito, que se ajustaba a la cajuela desde donde manipulaba
los engranajes con precisión categórica.
Se llamaba William Schlumberger y desapareció con el muñeco en el magno
incendio de Filadelfia. Quien preservó el recuerdo de este personaje fue Edgar
Allan Poe, al escribir una narración conocida como “El jugador de Ajedrez de
Maezel”.
La gran manipulación
Lo que nos enseña esta capacidad inventora
del hombre, es que detrás de una tecnología
tan ingeniosa, puede existir una trampa imperceptible; y eso que nos
parece sorprendente hasta dejarnos embelesados, puede contener una seducción
fraudulenta y exhibicionista.
En la historia antigua se crearon mitos con
estos personajes: como la estatua de Osiris, que lanzaba fuego por los ojos;
Pigmalión que esculpió la estatua de Galatea y se enamoró de ella; Hefesto que
creaba mujeres animadas y revestidas en oro
para que le ayudaran en sus labores de herrería, o los Argonautas que
crearon un perro autómata para que les sirviera de custodio.
En fin, se puede pasear por la Edad
Antigua, Media, Renacimiento y Moderna, dando con personajes de gran renombre
como Roger Bacon o Alberto Magno y el mismo René Descartes, que es, ni más ni
menos, el mentor intelectual de todo este montaje, pues él concibió la idea que
los animales y los cuerpos eran como simples autómatas. De Descartes se cuenta
que cuando murió su hija política Francine, la recreó como muñeco con capacidad
de ciertos movimientos y era tan fidedigna imagen de esa hija amada que siempre
la llevaba en sus viajes.
Toda tecnología encierra un enano que opera los engranajes de manera oculta y
secreta, pero de forma eficiente. Hay
una especie de fetiche tecnológico desde siempre, pero tremendamente extendido
en el hombre contemporáneo. La mascarada engañosa, sin embargo, doblega las
resistencias, y los artefactos de todo
tipo invaden la vida de las personas y cautivan su ánimo y su mente. Todo se
hace por el objeto deseado, por la máquina, por la acción automatizada, por el
divertido emular acciones propias de los hombres. Los autos modernos nos
hablan, nos alertan, nos guían y hasta se conducen solos. Las máquinas
procesadoras ya hasta piensan por nosotros.
Como dice Heidegger: “La técnica moderna no
es sólo un medio, es un desocultar”.
Entonces el hombre moderno debe descubrir
las interpelaciones y las provocaciones que impone la técnica, pero para ello
debe sostener una mirada cuestionadora y una mente ágil; de lo contrario será
atrapado por “la cosa”, y de sujeto, que
busca iluminarse por la tecnología, será absorbido y velado (ocultado en su
esencia) y enceguecido (alienado) en medio de sus mecanismos.
El hombre masa latinoamericano, ese hombre
que no crea conocimiento y que es un simple usuario, corre mayor peligro de ser
velado (ocultado) del fidedigno saber en el campo del uso tecnológico. En
cambio el hombre que crea y domina la tecnología, desvela el saber en su uso,
pues se sostiene como sujeto soberano del objeto, mientras que el simple
usuario tecnológicamente infecundo, corre el riesgo de terminar siendo objeto
de un uso tecnológico que se convierte en sujeto dominador. Ya somos en parte
unos Píndaros, enamorados de esa creatura, aferrados a sus demandas, como un
fetiche. Basta ver los celulares en manos de cada transeunte, aferrados como un
Corán en manos de cada islamista.
simplemente genial
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