Tarea pendiente en el Bicentenario
Al cumplirse dos siglos del acto que dio comienzo al proceso político que habría de concluir, ocho años después, en la independencia de Chile de la monarquía española, es indispensable hacer un balance de las realizaciones de la República y, sin perjuicio de una natural satisfacción por los numerosos logros alcanzados, esbozar también un diagnóstico de las deficiencias que exhibe el funcionamiento de sus instituciones y que el tercer siglo republicano debería procurar corregir.
Unos años antes de 1910, un destacado político aludió —con palabras que se hicieron célebres— al malestar que él advertía en la sociedad chilena. Cien años después abundan también las expresiones de malestar. Se han logrado, sin duda, notables avances en todo orden de cosas, en especial en los campos económico y social, pero hay ámbitos en que las inercias son de tal magnitud —salud y educación, por ejemplo— que los remedios tienen un costo político que por momentos parece casi imposible de abordar.
“El Mercurio”, nacido sólo nueve años después de haberse declarado solemnemente la independencia de Chile, ha servido de vehículo para el libre intercambio de opiniones y de observador privilegiado del desenvolvimiento de nuestra patria. Por tal motivo, sus columnas, además de celebrar como es legítimo, creen necesario plantear en este día una reflexión sobre un básico problema institucional. Y puede ayudar a iniciarla una revisión de lo que en estos 200 años ha sido la vida institucional del país.
Desplazado el régimen monárquico, durante el decenio de 1820 Chile experimentó con variadas fórmulas de inspiración liberal que resultaron inviables. Con la Constitución de 1833, el Presidente de la República fue revestido de poderes similares, si no mayores, a los que tenía el antiguo gobernador del reino en el medio siglo final de la monarquía. Eficaz para asegurar los pasos iniciales de la República, ese modelo empezó a ser resistido por los sectores políticos. Mediante la incorporación de diversas prácticas, el país derivó hacia formas parlamentarias de gobierno, lo que se hizo muy perceptible en el gobierno de José Joaquín Pérez. Pero ese parlamentarismo en ciernes estaba limitado por la Carta de 1833, y en ella se atrincheró el Presidente Balmaceda para oponerse a una evolución a la cual él mismo había contribuido.
La revolución de 1891, triunfo de las ideas parlamentarias, no se tradujo en las obvias reformas constitucionales que le hubieran dado eficacia a esa forma de gobierno. Y esa incapacidad llevó al movimiento militar de 1924 y a una nueva Carta Fundamental al año siguiente, que creyó encontrar la solución en un reforzamiento del poder del Ejecutivo.
Frente a un Presidente dotado de amplísimas facultades, los partidos políticos se convirtieron en instrumentos de presión sobre aquél. El sistema proporcional, al impedir la formación de grandes mayorías, obligó al Presidente a negociar permanentemente con los partidos, en especial con aquellos que lo apoyaban, para lo cual la moneda de cambio fue el acceso a los cargos de la administración del Estado. Los partidos, a su vez, se sirvieron de la función legislativa para satisfacer las exigencias de sus adherentes con los fondos fiscales. Esto impidió un manejo hacendístico razonable y anuló la posibilidad de despachar proyectos de ley de buena factura. La legislación de la época, abundantísima, era caótica y contradictoria, lo que llevó incluso a aceptar la delegación de facultades —un sorprendente reconocimiento del Congreso de su incapacidad para elaborar normas aceptables.
La radicalización ideológica, justificada por sus mentores en la incapacidad del sistema democrático para resolver los acuciantes problemas económicos y sociales, dio origen a proyectos reformistas que, catalogados como “intransables”, fueron impuestos a determinados sectores sociales con costos jamás medidos. Esa tendencia, acentuada a partir de 1970 con el sometimiento al modelo marxista, pero con un programa llevado a cabo dentro de la institucionalidad vigente, demostró la inoperancia de las herramientas constitucionales frente al avasallador poder presidencial.
Cabía suponer que después de tal experiencia, cualquier nuevo marco institucional sería particularmente cuidadoso en el diseño de los equilibrios dentro del sistema político. Pero eso no ocurrió: echando mano a nuestra tradición presidencialista, la carta de 1980 aumentó aún más la preponderancia del Ejecutivo.
Pero lo más notable es que las numerosísimas reformas recibidas por la Constitución desde antes de la restauración del régimen democrático evitaron, con singular cuidado, tocar siquiera al Presidente de la República. Como las modificaciones a la Constitución de 1980 la han aproximado cada vez más a la de 1925, Chile cuenta hoy con un arreglo institucional que ya probó sus evidentes limitaciones.
A un aparato público marcado por algunos reveladores signos de corrupción a los que no estábamos habituados, se agregan en la actualidad el desprestigio de la función parlamentaria, una legislación no pocas veces deplorable, la permanente improvisación normativa y los efectos no deseados que surgen de leyes mal estudiadas. En una suerte de singular involución, el país bien podría enfrentarse a un cuadro institucional que no se merece, por el que ya pasó hace 30 o 40 años.
Con casi dos siglos de vida republicana, Chile no muestra hoy un marco institucional suficientemente coherente. Urge, en consecuencia, ordenar las prioridades del país y enfrentar y resolver la que parece encabezarlas: la relación entre el Presidente y el Congreso.
Luego de las gravísimas fracturas políticas y de la convivencia en el extinto Estado de Derecho de los años 70, hoy podemos felizmente enorgullecernos de variadas evidencias de modernización. En cierto sentido, el país marcha a la vanguardia de aspectos renovadores clave que urgen en toda la región latinoamericana, y el ojo de los extranjeros, en general, es más elogioso que nuestro espíritu autocrítico. Sin embargo, estas satisfacciones que nos depara nuestra marcha hacia el desarrollo y la modernización no deben hacernos olvidar que aún no conseguimos superar la pobreza dura, ni que nuestras fallas institucionales y de funcionamiento del Estado pueden afectar
Diario La Tercera de Santiago de Chile
Chile celebra el Bicentenario y enfrenta un futuro promisorio
Chile celebra el Bicentenario y enfrenta un futuro promisorio
Chile entra hoy en su tercer siglo de vida independiente con un ánimo festivo y con una mirada optimista ante lo que viene.
Hoy, 18 de septiembre de 2010, Chile celebra 200 años de la constitución de la Primera Junta de Gobierno el 18 de septiembre de 1810, hito que inició el proceso que condujo a la independencia nacional. Todo el país se dispone a celebrar con entusiasmo y alegría este significativo aniversario patrio, que encuentra a nuestra nación en una situación de estabilidad y progreso como pocas veces ha tenido en su historia. Esta es la oportunidad propicia para mirar nuestro pasado, recordando y rindiendo homenaje a todos quienes han contribuido con su esfuerzo, su creatividad y también su sacrificio, incluso con la entrega de su propia vida, a construir la patria que nos es común. También, de observar nuestro presente y valorar nuestra identidad y todo el legado que la identifica y enriquece. Y, por supuesto, la ocasión para aventurar nuestro futuro y las metas que Chile debe alcanzar en las próximas décadas.
Para cualquier institución humana es un desafío enorme superar 200 años de vida. No lo es menos, por supuesto, para un país como el nuestro, donde las condiciones objetivas que existían no eran las más favorables para asegurar su consolidación como Estado. Se trataba de un territorio alejado y cuyas características hacían difícil el poblamiento y las comunicaciones, con recursos escasos en comparación a otras naciones. Probablemente, estas dificultades ayudaron a definir uno de los sellos distintivos de nuestro carácter nacional, cual es la capacidad de enfrentar condiciones adversas y superarlas gracias al esfuerzo y la solidaridad de sus habitantes. Lo vivido este año a propósito del terremoto del 27 de febrero ha sido, en buena medida, un reflejo de múltiples situaciones difíciles que Chile ha debido enfrentar para salir adelante, al igual que el episodio de los 33 mineros atrapados en Atacama.
Asimismo, otro rasgo distintivo desde los primeros años de vida independiente fue la consolidación de la noción de Estado como base esencial de nuestra vida republicana, generando así una solidez institucional que siempre ha sido valorada dentro y fuera del país. La ciudadanía ha apoyado siempre la existencia de una autoridad impersonal y respetada, la vigencia de la ley y el amparo a las personas y sus derechos. Por eso, los momentos más difíciles que el país ha vivido son precisamente aquellos en que los conflictos internos pusieron en peligro estos elementos esenciales para la paz social y para el progreso. Esas experiencias, duras y dolorosas para el alma nacional, nos han enseñado la importancia de preservar los consensos fundamentales que permiten la sana convivencia y la integración de todos los habitantes en forma armónica y colaborativa al desarrollo del país.
Esa integración es un valor que el país debe mantener y profundizar, porque ha permitido que nuestra nacionalidad se haya nutrido de distintas vertientes y haya recibido el aporte de pueblos indígenas, de quienes vinieron a conquistar y colonizar el territorio, y de todos quienes han inmigrado para formar parte de una sola nación.
En las últimas décadas, nuestra sociedad ha logrado construir instituciones y aplicar políticas económicas y sociales que le permiten hoy gozar de estabilidad política y de condiciones de desarrollo económico como pocas veces conoció, recuperando una porción de la ventaja que cedió frente a las naciones más desarrolladas durante el transcurso del siglo XX. Uno de los avances más relevantes en este período ha sido que una parte significativa de quienes sufrían la pobreza ha superado esa condición, generándose al mismo tiempo condiciones de vida más dignas para el grueso de la población. Ninguna democracia puede aspirar a la madurez si no logra brindar condiciones mínimas de dignidad y de oportunidades para todos los que viven bajo ella. De la misma manera, luego de décadas de exacerbada confrontación política, el país ha logrado paz social y consolidar una democracia que ha superado sus pruebas más difíciles, entre ellas la reciente alternancia en el poder y que cierra un ciclo del que todos los sectores deben sentirse legítimamente orgullosos.
Estos avances colocan a Chile en una posición expectante ante el futuro y de cara a la posibilidad de alcanzar definitivamente el desarrollo. Sin embargo, el país tiene problemas que debe enfrentar con decisión para no desperdiciar esta oportunidad, tal como ocurrió en otros momentos de nuestra historia. Por una parte, que exista todavía una gran cantidad de chilenos que vive en la miseria o en situación de pobreza es una realidad que debe ser superada, no sólo a través de políticas que los asistan, sino generando oportunidades que les permitan salir de ella y no depender de la ayuda estatal. Nuestra sociedad debe lograr que cada chileno sienta que su futuro depende de sus capacidades y de su esfuerzo, y que no se encuentra condicionado por limitaciones económicas o de otro tipo. En esto debe jugar un papel importante una mejoría en la calidad de la educación, que ha sido largamente postergada y que no puede seguir esperando más.
En ningún caso nuestro país debe caer en la tentación de considerar asegurado su desarrollo, asignando a bonanzas pasajeras la posibilidad de contar con un bienestar económico y social que la historia demuestra que sólo puede ser alcanzado si se mantienen la disciplina institucional, el sentido del trabajo y la responsabilidad solidaria.
Chile entra hoy en su tercer siglo de vida con esperanza y optimismo sobre su futuro, lo que hace de esta fecha un hito en su historia y un motivo de justa celebración a lo largo de todo el territorio nacional.
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