Debemos reconocer, aunque a algunos nos pese, que estamos en la era o época en que la inmensa mayoría de las cosas tangibles e intangibles se transan en moneda. Los productores, en todo el planeta, persiguen denodadamente costo bajo, ganancias altas en un mínimo de tiempo sin escatimar medidas para obtenerlo.
Enfrentando este panorama, nos encontramos con dos actores clásicos, antagónicos e inarmoniosos, como son el capitalista y el trabajador; el primero sosteniendo que sin su dinero no hay industria y el segundo afirmando que sin su trabajo, no hay producción. Todo lo dicho, ya muy sabido, pero es para dar la advertencia de téngase presente.
Empezaremos por comentar el papel del industrial.
Este primer hito, desde ya involucra éticamente al futuro productor. En efecto, el artículo que produzca tendrá que ser realmente útil o provechoso para el consumidor, por lo tanto, tendrá que contener ingredientes o elementos que se ajusten a la ética profesional o a las leyes vigentes, como así mismo, el respeto por el entorno donde funcionará.
Igualmente, los trabajadores y colaboradores que trabajen en esta producción, tendrán que recibir un salario, capacitación y continuidad en sus puestos. Dichas condiciones, deberán estar igualmente sujetas a leyes, convenciones o acuerdos que hay que cumplir y respetar.
Por su parte, el estamento trabajador de la empresa deberá cumplir con las obligaciones aceptadas al ser contratado, entre otras, concurrir cotidianamente a sus labores, obedecer las instrucciones dadas, efectuar el trabajo prolijamente, velar por la manutención de herramientas o instrumentos que utiliza, etc.
Sin embargo, todos estos compromisos se han ido desdibujando en el tiempo hasta llegar a un binomio casi irreconciliable. En efecto, el empresario, industrial o inversionista persigue obtener el máximo de trabajo con el menor costo; el trabajador, por su parte, desea el menor trabajo con el más alto salario. Objetivamente hablando, no debe ser ni lo uno ni lo otro.
En una ocasión, un industrial europeo, productor de muebles de hogar, nos decía que lo más importante dentro de una empresa es la armonía y que ésta se conseguía respetando lo ético y lo moral, pues esta conducta propiciaba las buenas relaciones humanas y la confianza, dando como resultado final, una buena productividad.
Aquel industrial europeo sigue teniendo la razón. Lo vemos de cerca y todos los días; en el cuerpo humano, los brazos y las piernas son armoniosos, ninguno prevalece sobre su pareja y funcionamos bien.
Sin embargo, en el caso del capital y el trabajo, por lo general, cada cual quiere prevalecer sobre el otro, produciendo desarmonía, como veremos a continuación.
Mujeres, que luego de ser contratadas, se declaran en estado de embarazo; patrones que al poco tiempo de haber contratado a un empleado, le exigen trabajar horas extras sin pagarles el sobretiempo; trabajadores que consiguen licencias de reposo de manera fraudulenta; empleadores que “manejan” las cifras contables para no pagar la gratificación que corresponde; empleados que dañan a propósito máquinas o instrumentos como acto de venganza; industriales que alteran los componentes o fórmula de productos para rebajar costos y una larga lista de actos, por lado y lado, que ha sembrado la desconfianza.
Y es precisamente la observancia de los principios éticos y morales los que llevan a la armonía en las relaciones, y por derivación, a la confianza. Tal vez este sea el camino más corto para reducir los costos y hacer más efectivo y liviano el trabajo.
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