Por Yoani Sánchez
El radio que me regalaron por mi último cumpleaños dormita –lleno de polvo– sobre un librero. Para qué encenderlo si apenas puedo escuchar algo. Ni siquiera las emisoras nacionales se oyen bien en esta zona llena de altos ministerios y de antenas que se usan para obstruir las transmisiones de onda corta que entran al país. Yo, con la ilusión de poder escuchar la Deutsche Welle para mantener vivo el idioma alemán y la bocina lanzando un zumbido en lugar del esperado “GutenTag”.
En medio de una verdadera guerra de frecuencias radiales vivimos sobre esta Isla. Por un lado, la emisora llamada Radio Martí que se trasmite desde Estados Unidos, prohibida pero sumamente popular entre mis compatriotas y, por el otro, los zumbidos que se utilizan para silenciarla. A los aparatos receptores que se venden en las tiendas oficiales les extraen el módulo que permite oír las emisiones extranjeras y la policía tiene práctica en detectar en las azoteas los artilugios que ayuden a captar mejor esas señales.
Pero en el interior de las casas la gente busca el lugar, ya sea en una esquina, cerca de una ventana o pegado al techo, donde el radio logra dejar a un lado el pitido de las insoportables interferencias. Es común ver a alguien tendido en el piso mientras localiza el punto exacto en el que la programación local queda opacada por esa otra que nos llega desde afuera. No importa lo que estén trasmitiendo al otro lado, no importa siquiera si es un aburrido programa musical, un noticiario en inglés o el parte meteorológico de otra zona del mundo. Lo que resulta un bálsamo para los oídos es que suena diferente, que se aparta de esa mezcla de consignas y prosa sin libertad que trasmite cada día la radio cubana.
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