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miércoles, 27 de marzo de 2013

Política-Chile-Bolivia-Columna

CHILE: SOBRE LOS VALORES, EL PODER Y LA PAZ

Por Wilson Tapia Villalobos

Siempre hay algún pelo que cae en la sopa. Ahora que el gobierno estaba embalado mostrando realizaciones, a los bolivianos se les ocurre celebrar el Día del Mar. Es una efeméride. Una aniversario que tiene historia y, para los bolivianos, dolorosa. Pero el ministro del Interior y Seguridad Pública chileno, Andrés Chadwick, lo tomó casi como chiste. Lanzó una frase para el bronce: “Que ellos celebren lo que quieran celebrar, incluso lo que no tienen”.

Soberbia. Majadero sentido de superioridad. Muy propio de patrones engreídos, pero no del jefe de gabinete de un país democrático. Más tarde, el ministro intentó poner paños fríos. Pero la frase ya estaba en el aire y se reproducía generosamente en todo el mundo, especialmente en Bolivia.

Luego vino la celebración, el sábado 23 de marzo. El presidente Evo Morales anunció que su país recurrirá al Tribunal de La Haya. Reclamará una salida soberana al mar. La reacción de los políticos chilenos fue unánime, aunque con matices. Nadie quiere aparecer proclive a devolver a Bolivia ni siquiera parte de lo que se le arrebató en la Guerra del Pacífico, a fines del siglo XIX. Menos aún en época preelectoral. Y las declaraciones de arrebatado contenido patriótico menudearon. Claro que cada cual en su estilo.

El diputado ultra conservador Iván Moreira recordó que Chile tiene “Fuerzas Armadas bien entrenadas… para defender la paz”. Otra estúpida desmesura.

Mientras tanto, el Canal estatal, TVN, presentaba un lato reportaje —más parecía publirreportaje— acerca de la eficiencia de las FF.AA. nacionales. Se explayaba sobre la capacidad de sus integrantes y de los sofisticados métodos de entrenamiento que utiliza. Los más modernos de América Latina, afirmaba. Todo en medio de nutridas declaraciones oficiales acerca del respeto de Chile a los tratados. Y de la “vocación pacífica” que anima a sus autoridades.

La verdad es que el presidente Morales tiene razón al sentir que el diálogo con Chile es improductivo. Desde hace por lo menos cincuenta años se han realizado diversas conversaciones en que La Paz nunca ocultó su intención de lograr una salida soberana al mar. Es una aspiración legítima tratar de terminar con el enclaustramiento mediterráneo provocado por una guerra. Sobre todo si la convivencia entre naciones pareciera haber avanzado. En especial después de las dos conflagraciones mundiales. Y más aún cuando la globalización empuja hacia el fortalecimiento de bloques multinacionales.

Claro que si la aspiración es a recuperar todos los territorios perdidos, Chile se quedaría sin la riqueza de Chuquicamata y de otros yacimientos mineros que le dan potencia a su economía, y prácticamente partido en dos. Pero para eso está la diplomacia. Sin utilizar el argumento de que a esta altura de la historia parece claro que o los seres humanos superan la desconfianza e imponen el amor, o la suerte está echada.

Por el momento, la solución no es fácil. Pero no resulta aconsejable utilizar maniobras dilatorias permanentes o salir a blandir el garrote. Tampoco es un camino adecuado tratar a los vecinos con permanente desconfianza o desprecio. El último episodio de tres soldados bolivianos encarcelados en Chile por haber traspasado la frontera con un arma de guerra, sólo ayudó a tensionar una relación ya áspera.

Eso no es hacer diplomacia. Es, sencillamente, ver al vecino como adversario y tratarlo como tal. Así no se crean aliados. Ni ayuda a mantener fronteras seguras. Con el agravante que luego de que el conflicto asumió dimensiones inquietantes, los soldados fueron liberados sin problemas.

¿A qué estamos jugando? ¿A ser los prepotentes del barrio? ¿A menospreciar a los que nos parecen más débiles? Todas actitudes pueriles, impropias de un país que se cree maduro.

Tal vez es el resultado de una civilización que, derechamente, cree que el fin justifica los medios. Y esto, a todo nivel. En la política local, se acusa al ministro de Educación, Harald Beyer, por favorecer el lucro en el área de su competencia. O, al menos, no frenarlo. Y los acusadores, sin ningún pudor, fueron los mismos que durante al menos veinte años guardaron silencio frente a lo mismo que hoy persiguen. Es una desvergüenza.

Beyer, como sus antecesores debería ser acusado por baldar la educación pública. Por cercenar las manos del Estado es esta área fundamental. Por carecer de creatividad para imaginar una educación que no encasille, sino que libera al ser humano. Por no ser capaz de imaginar a mujeres y hombres formándose para ser felices y no sólo eficientes. Por no tener el coraje moral de denunciar que la educación sirve a la empresa y, en la misma medida, embrutece al ser humano.

Es como para pensar que si, en milenios, no ha habido cambios relevantes en tal sentido ¿por qué se van a producir ahora? Tal vez porque ha llegado el momento. Tal vez porque el hastío puede generar la reacción que encienda la mecha de la rebeldía.

Pero parece que los pensadores sociales, que rescatan la emocionalidad en el mismo nivel que la razón, están dando en el clavo. Ya no confían en el remozamiento del esquema político. Ni siquiera en un cambio ideológico. Creen que la única posibilidad reside en una mutación profunda en la conciencia del ser humano. Esas son palabras mayores y a largo plazo. En las que cada uno tiene algo que decir y hacer y los resultados de lo que diga o haga posiblemente lo verán sus descendientes.

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