LOS DISCURSOS DISRUPTIVOS EN EE UU
Por Hugo Latorre Fuenzalida

Bien sabemos que el norteamericano medio es
un elector con poco aliento ideológico y mucho fuelle pasional o pragmático;
dicho de otra manera, el bolsillo afecta pasionalmente su voluntad ciudadana y
pocas consideraciones utópicas
permanecen presentes, más allá de las recordadas palabras de su declaración de “derechos
del hombre” y los idealismos proclamados como Nación que asume un rol propio de
“pueblo elegido”, expuesto brillantemente en su texto constitucional; más allá
de eso lo de los americanos es el efectismo pugnaz y belicoso, una sociedad
fáustica, la sociedad del “Faust”, es decir del “Puño”, como gustaba traducir
el gran García Bacca.
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Como país que sufre grandes desigualdades y
diversidades, ha tenido y tiene que resolver tremendos conflictos de interés,
conflictos que cuando el “maná” es abundante tienden a resolverse de forma
razonable (automatismo funcionalista), pero cuando el pan de la legitimación
diaria se hace precario, entonces la razón tiende a descalibrarse, a descentrarse,
a salir de su quicio (disfuncionalidad sistémica).
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Es verdad también que esa nación ha tenido
que lidiar con conflictos secesionistas, raciales, bélicos, terrorismo, etc.,
pero siempre se han dado dentro de un
esquema de Nación preeminente, de cabeza de león, de potencia emergente o
dominante; pero ahora, en cambio, y ya desde hace un tiempo, viene dándose un
proceso similar, en repercusiones, a lo que aconteció con la gran crisis de los
año 30 del pasado siglo.
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Esta nación, profundamente militante del
liberalismo universal, debió enfrentar la aceptación de un actor que hasta
entonces había permanecido en segundo plano: el Gobierno Federal o Central.
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El Estado hubo de ascender del sótano a los
niveles ejecutivos del poder, debido a que la magnitud de los desafíos a
enfrentar por esa sociedad, cada vez más diversificada y moderna, superaba las
capacidades del sector privado por sí solo. Esto aconteció desde inicio del
siglo XX y se profundiza con la gran crisis del capitalismo liberal en los 30.
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De hecho, desde los inicios del siglo XX,
el gobierno central debe hacerse cargo de una serie de emprendimientos en
infraestructura que el sector privado no fue capaz de abordar, dada la gran
inversión de capital que demandaban y las dimensiones de la organización
requerida a través de un extenso territorio, además que el retorno de este tipo
era a largo plazo, cosa que a la inversión privada no entusiasma mucho (represas,
carreteras, sistemas de embalses, regadíos, investigación, etc.)
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Luego, con la participación en grandes
conflictos mundiales y regionales, el Gobierno Central debe asumir
emprendimientos industriales desde su organización hasta su implementación de
manera y en volúmenes nunca antes experimentados.
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Finalmente, cuando surge el nuevo paradigma
capitalista como estrategia para salir de la crisis estructural- esto de mano
de la teoría keynesiana- este país expande su proyecto de manera acelerada y de
forma exitosa, reposicionando a EE.UU. en la cima de la dominación industrial y
comercial, amén de alcanzar una capacidad bélica incontrarrestable, como
demostró durante la Segunda Guerra Mundial. Esta etapa industriosa y de gran integración social, es conocida
como la etapa de oro del desarrollo económico de Estados Unidos de
Norteamérica. F. Delano Roosevelt pudo
impulsar esa transición (“NEW DEAL”) con su inmensa capacidad y seriedad de
estadista trascendente. Podemos decir, entonces, que incluso en las crisis la
voluntad y ánimo que forjó los cambios de los norteamericanos estuvo siempre
coronado por una positiva visión de su jerarquía mundial y de sus posibilidades
futuras.
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Cuando la segunda gran crisis del
capitalismo industrial se desata en las postrimerías de los 60 y comienzo de
los años 70, una nueva mano – la de
Ronald Reagan y Milton Friedman- pretende reformular los paradigmas y
cambiar el modelo integrador-keynesiano por otro que postula la desvinculación
máxima posible del Estado y la emergencia del interés privado y corporativo
como centro y motor del crecimiento (“EMPRESOCENTRISMO NEOLIBERAL”).
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Pero luego de 40 años de vigencia del
modelo “EMPRESOCÉNTRICO”, lo que se visualiza como resultado es que en el
gigante industrial desarrollado del norte lo que se ha fortalecido no es la
industria y la capacidad productiva real, sino la capacidad de consumo y de la especulación financiera, dentro de la
cual se incubó la crisis inmobiliaria.
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Así es que lo particular del discurso disruptivo actual es que EE.UU. se
encuentra ahora en grave riesgo de perder su hegemonía económica mundial a mano de los países emergentes del Asia; para
peor, sus soportes corporativos están emigrando, por décadas y con absoluta
indiferencia, hacia los nuevos mercados mundiales, perjudicando la
sustentabilidad laboral y productiva, de consumo y de desarrollo humano y
social que tan generosamente acompañó a ese país por más de un siglo.
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La derrota en Vietnam fue un golpe duro a
su preeminencia bélica, que sólo se recuperó luego de vencer en la competencia
económica y estratégica-tecnológica al
enemigo del Este, concretado en la caída del Muro de Berlín junto al derrumbe
total de la propuesta del enemigo socialista. Ahora, la emergencia tecnológica de Japón,
Alemania y China, vienen a amenazar otra gloria del desarrollo norteamericano:
su hegemonía en ID (Investigación y Desarrollo); la “gran brecha” social y el
crecimiento del malestar por desempleo y reducción de salarios, junto a la
aparición de supermillonarios, viene a poner en entredicho el mito de ser
“tierra de las oportunidades”, ya que los pobres crecen y decaen más en las
estadísticas más fiables, mientras que la clase media permanece estancada hace
30 años. (Ver “La gran brecha”, de J. Stiglitz).
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Todas estas razones hicieron que Obama
triunfara con un discurso disruptivo, centrado en las grandes reformas sociales
y económicas que debía abordar la sociedad norteamericana luego del desastre
del 2008, pero ahora que Obama fue anulado en sus propósitos reformistas, el
discurso de Sanders va por fueros más ideológicos y totalista, aunque dentro de
las formas democráticas propias de los norteamericanos. Trump, por su parte, exalta
la frustración de la sociedad potente y prepotente que siempre predicó como
ideal el segmento más derechista del poder en Estados Unidos, pero al mismo
tiempo desafía algunos de los postulados del establishment conservador.
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Ambas posiciones representan la herida
sangrante de un gigante efectado gravemente en su autoestima y en su capacidad
de respuesta “normalizada”. Es posible que se imponga finalmente el discurso
medio y acomodaticio que busca consensos sin fricción, dejando los estándares
de acción operativa empresarial tal cual han sido, pero con mayores
precauciones para gatillar las alertas ante situaciones de dislocación y de riesgo.
En consecuencia, lo que veremos en el
futuro, serán propuestas electorales cada vez más marcadas por un ánimo de
pugna, de confrontación agonal y de ascensos a un discurso más elaborado desde
las ideas olísticas, o desde las fácticas arremetidas de la pasión
reivindicativa de una grandeza de la que ya muchos dudan.
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