LO PRINCIPAL, LA GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA
Por Camilo Escalona
En estos días en que finaliza un año y comienza uno nuevo,
se reitera la pregunta ¿qué hacer?, ¿qué es lo que viene?, ante la avalancha de
hechos que cruzan la vida nacional. Por una parte, está el proceso de reformas
que se impulsa desde el gobierno y, por otra, las nuevas exigencias propias de
la dinámica social, entre ellas, el alto interés ciudadano en la lucha contra
la corrupción, por la transparencia y la probidad en la gestión pública.
Ante el debilitamiento de la autoridad y legitimidad que
afecta al sistema político en su conjunto, la tarea de las tareas (en ello no
puede haber duda alguna) es el fortalecimiento de la gobernabilidad democrática
del país. Eso es lo que hace posible un curso sostenido a las reformas en
marcha.
Precisamente, en relación al proceso de reformas, algunos se
apuran más de la cuenta y quisieran
desmontarlo todo para rehacerlo no saben cómo, son los maximalistas marcados
por la euforia de arreglar la sociedad de una sola vez. Hay otros que no
quieren cambiar nada, es el conservadurismo de los favorecidos por mantener el
orden de cosas existente, cuya idea es que sus vidas prosigan igual, sin
quebrantos de ninguna especie.
Entre ambas actitudes, he sostenido el camino reformista, de
los cambios graduales, por vía institucional y con sólidas mayorías nacionales
detrás de las mismas. En esta opción se entrelazan y unifican las propuestas y
matices propias de la diversidad de una nación democrática, que deben tener
como voluntad política y perspectiva estratégica la articulación de avances
sucesivos que realicen la justicia social en democracia.
Por ello, hay que promover la alternativa reformadora, que
logre mover los límites de lo posible, pero que lo haga sin poner en duda sus
propios avances ante las luchas y contradicciones que el proceso de reformas va
creando en su desarrollo. No hay que hundir el escenario con un peso que no sea
capaz de soportar. Se trata de ubicar una línea de avances reformistas que abra
nuevos espacios y horizontes, que se diferencie de un salto al vacío, de esos
que pueden poner el país frente a un dilema que, a la postre, sólo provoque
regresión social.
Se ha visto que uno de los mayores desafíos de este periodo,
es lograr un adecuado equilibrio entre el fuerte presidencialismo del actual
régimen político con el carácter plural del bloque social y político que lo
sustenta. Más aún cuando en nuestro país, las mayorías nacionales necesarias
para gobernar se forman con alianzas amplias e inclusivas.
En especial, ello debiese reflejarse en una nítida
preocupación por la integración y participación del gabinete de ministros en la
marcha del gobierno. En su composición se manifiestan las diversas fuerzas que
lo sostienen y, en consecuencia, el aporte y respeto de sus miembros es
fundamental. Un desencuentro en ese ámbito produce de inmediato tensiones
evidentes.
Sin embargo, cada uno de los Partidos debe tener un superior
y coherente sentido de responsabilidad política y no intentar sacar ventajas
indebidas de episodios aislados. Hay incluso una exigencia mayor, los partidos
que conforman el bloque de gobierno deben otorgar significado y trascendencia a
sus deliberaciones si no éstas se tornan irrelevantes.
En suma, hay que robustecer la gobernabilidad democrática y
lograr que el debate político no se consuma sólo en la contingencia, más allá
de lo urgente que suenen esas controversias. Eso significa fortalecer la
gestión en la conducción del Estado, financiar adecuadamente sus múltiples
responsabilidades sociales, las que agregan ahora la gratuidad en la Educación
Superior, así como, se debe modernizar el Estado, su aparato técnico y
profesional, a la vez que asegurar la defensa del país y sus relaciones internacionales.
La gobernabilidad democrática implica tratar, por vía
institucional, el proceso de avance hacia una nueva Constitución Política, que
afiance un Estado social y democrático de Derechos, que corrija el fuerte
presidencialismo del actual texto constitucional y genere instrumentos de
participación ciudadana, como la iniciativa popular de ley, que realice
traspasos efectivos de poder a las regiones y descentralice el país, sin
colapsar el aparato estatal ni su rol, como el más potente inductor de un
desarrollo que se haga cargo de la desigualdad que tensiona la convivencia
nacional.
Un Estado potente, eficiente, en ningún caso burocrático, y
tampoco copado por funcionarios indolentes o insensibles que actúan, muchas
veces, sin reparar el daño social o nacional que provocan sus acciones, es
decir, una institución cuyos sujetos
asumen con autenticidad y coherencia la responsabilidad y la condición
de servidor público, que deben contar con una ética que otorgue garantías y
legitimidad a su acción ante el país. El fruto de ese múltiple esfuerzo
dignificará la acción política y repondrá su legitimidad.
Sin un Estado democrático con una capacidad de gestión a la
altura del fortalecimiento de la sociedad civil, el proceso de reformas
difícilmente saldrá airoso; en el caso en que además el Estado se vea
tensionado por una serie incontrolable
de exigencias e impere el populismo en las demandas, esa será la mejor ayuda a
la regresión social con que la derecha enfocará las próximas elecciones
presidenciales.
No sería raro que se repita la paradoja, que el
conservadurismo sea el que agite las aguas, con acciones de desgobierno
tendientes a hacer más frágil la situación de orden público y seguridad
ciudadana.
En este contexto, hay que ser claros, no todas las movilizaciones
ayudan; no lo hace el vandalismo de los encapuchados, ni el desorden en las
carreteras, ni la paralización de servicios esenciales a la población o en los servicios de navegación aérea, en
suma, no es un aporte impulsar peticiones que se alejan de las condiciones
actuales de Chile.
De modo que debiese revertirse la actitud de exprimir y
agotar el Estado en un completo desbalance entre derechos y deberes. Es difícil
pero hay que frenar el debilitamiento de su papel y el desgaste de su legitimidad,
para dotarlo de una real capacidad de regulación y orientación de las grandes
decisiones nacionales, un rol que permita a Chile avanzar con pie firme por una
ruta que de seguridad, crecimiento y justicia social.
La derrota de la desigualdad es un objetivo y, a la vez, una
vía estratégica de largo aliento que rechaza el desgobierno y se funda y apoya
en el fortalecimiento de la gobernabilidad democrática del país.
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