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LA FANTASÍA DEL MERCADO
Por Carlos Peña
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LA FANTASÍA DEL MERCADO
Por Carlos Peña
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Algunos creen que sí.
Hay quienes piensan que, a la luz de tanta colusión, de
tanta conspiración destinada a timarla, la ciudadanía se aburrió del mercado,
descree de él y anhela un pronto cambio. Los ciudadanos estarían cayendo en la
cuenta de que el mercado, al confiar en el interés individual como el
combustible de la vida social, tarde o temprano se desliza a la crónica roja;
estarían advirtiendo que, al no producir vínculos ni requerirlos (no hay
interacción que necesite menos comunidad), el mercado no solo acaba defraudando
el bienestar, sino también corroyendo la cohesión social, hasta herir de
muerte, si no se le detiene, a la nación. Habría, pues, que cercar al mercado a
fin de que se ocupara de las menores porciones posibles de la vida social. Solo
una vez reducido nada más que a algunos aspectos de la vida, dejaría de hacer
daño. La porción que el mercado no tocara -un territorio libre después de
tantos años de una vida enajenada- podría ponerse en manos de todos los
ciudadanos, los que, así, dejarían de vivir fuera de sí y despertarían de la
hipnosis del consumo.
¿Es correcto ese diagnóstico?
Desgraciadamente, no.
Es verdad que los defectos del mercado que han puesto de
manifiesto desde el papel confort a los pollos y los supermercados se están
haciendo intolerables para la ciudadanía; pero esa intolerancia se produce -y
esta es la paradoja alojada en la realidad social chilena- gracias al triunfo
cultural del propio mercado.
Es la homeopatía del malestar: el mercado es la fuente de
malestar con el mercado.
Porque lo que molesta a la ciudadanía no es el mercado como
institución o como lugar de sociabilidad (si no, que lo digan los malls ), sino
el hecho de que no esté a la altura de los principios que esgrime para
legitimarse. Si el mercado promete que cada uno podrá autorrealizarse mediante
la competencia y el esfuerzo individual, entonces no tiene nada de raro que la
gente (que se lo creyó y dejó orientar por esa promesa) se indigne al descubrir
que algunos empresarios se coluden para timarla. La intensidad de esa
indignación es la medida no del rechazo del mercado, sino de la adhesión a sus
principios.
En otras palabras, la gente de a pie, esa que ha disfrutado,
con dificultades y todo, de la expansión del consumo, ha llegado a creer
firmemente en el contenido normativo del mercado. Alguien dirá que el contenido
normativo del mercado es una fantasía. Sí, pero la vida social siempre se
soporta en fantasías y la del mercado no es más ilusoria que la de pensar la
vida social como una colectividad compacta y armónica, en la que todos son
solidarios con todos y donde la pregunta de Caín (¿acaso soy yo el guardián de
mi hermano?) siempre tiene una respuesta unánimemente positiva. Entre esas dos
fantasías, entre la vida como fruto del esfuerzo y la elección individual que
se expresa en la competencia y el consumo, y la vida como una comunidad
solidaria en la que todos aseguran a todos, los chilenos y chilenas son
crédulos de la primera, y no de la segunda. Y por eso se sorprenden y se
indignan con quienes la transgreden.
Al enterarse de las colusiones -que ya parecen deporte
empresarial-, los chilenos y chilenas no despiertan de la fantasía que subyace
al mercado, sino que la esgrimen contra aquellos que la promovieron y hoy día
la defraudan. El escándalo que sienten es la prueba de cuánto han llegado a
creer en los ideales que legitiman al mercado.
Si la gente no estuviera convencida del valor de la
competencia, de la elección individual y del premio al esfuerzo personal (y no
creyera que el mercado los hace posibles), no sentiría una indignación tan
fuerte e intensa, de tinte casi moral, frente a la colusión del papel confort,
la industria del pollo o los abusos de bagatela con que se castiga a los consumidores;
sin esa creencia no habría la molestia que está comenzando a incubarse, a
partir de las noticias del miércoles, por la conducta que habrían tenido Líder,
Jumbo y Santa Isabel, y sin ella tampoco verían detrás de los dueños de estas
últimas (sin motivo alguno, ¡por supuesto!) a sujetos mal agestados provistos
de una bolsa, pistola y antifaz.
Y es que los chilenos y chilenas -mal que pese- se tomaron
en serio la fantasía que subyace al mercado.
Pero parece que los empresarios no.
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