LAS INCOHERENCIAS DE NUESTRO RÉGIMEN POLÍTICO Y LA
HIPOCRESÍA NACIONAL
Por Rafael Luis Gumucio Rivas
La unanimidad de los dirigentes
políticos está de acuerdo en el hecho de rechazar, como un absurdo, el
nombramiento de diputados y senadores como ministros de Estado y su reemplazo
por personas nominadas por la directiva del partido político, correspondiente
al senador o diputado nombrado ministro.
En un régimen parlamentario es
lógico que los ministros pertenezcan a la Asamblea Nacional y el Gabinete se
ajuste al partido mayoritario en dicha Asamblea. En un régimen
semipresidencial, como el que proponemos para Chile, el Primer Ministro deberá
contar con el voto de confianza de la Asamblea Nacional, y el presidente de la
república podrá disolver el legislativo y llamar a nuevas elecciones.
Nuestra monarquía borbónica es tan
absurda que ni siquiera cumple con la idea fundamental del residencialismo, que
consiste en la separación total entre el Ejecutivo y el Legislativo, razón por
la cual los legisladores no pueden ser, a la vez y copulativamente, ministros,
como ocurre en el parlamentarismo.
Un régimen parlamentario
semipresidencial se fundamenta en los partidos políticos: son ellos los que le
dan sentido a este tipo de régimen político. El presidencialismo tiene
características radicalmente distintas: una persona, el presidente de la
república, monopoliza la casi totalidad del poder del Estado, por consiguiente,
el parlamento tiene facultades muy limitadas de representación y de
fiscalización. En el caso chileno el único instrumento que tiene relativo poder
para controlar al monarca y sus ministros es la acusación constitucional.
Todas nuestras Constituciones, a
través de la historia, se han caracterizado por la radicalización del poder
monárquico del presidente de la república, disimulada con algunos instrumentos
de tipo parlamentario: la reforma de 2005, firmada por todos los ministros del
presidente Ricardo Lagos y aprobada por el parlamento, introdujo elementos de
un régimen parlamentario, como la famosa interpelación, que queda completamente
desvirtuada al no contar la Cámara de Diputados con la posibilidad de censurar
al ministro interpelado.
Nadie logra entender por qué los
parlamentarios constituyentes de 2005 consignaron, en la Carta Magna, que los
diputados y senadores que dejaran el cargo por fallecimiento, enfermedad o por
designación como ministro de Estado, fueran reemplazados por una persona
nominada por la directiva de los partidos políticos.
Para qué abundar en el absurdo y
abusivo que significa este peregrina idea: en primer lugar, significa un
atropello a la soberanía popular, de la cual emana el mandato del representante
– diputados, senadores -; en segundo lugar, se supone que los congresistas
representan a distritos y circunscripciones, respectivamente, en este caso, se
vulnera el principio de representación regional y local; en tercer lugar, los
partidos políticos, en el mejor de los casos, pueden ser considerados como
canales de opinión popular, pero en ningún caso pueden reemplazar a la
soberanía popular, como fuente única del poder; en cuarto lugar, las directivas
se superponen a los militantes y nombran, a su arbitrio, sin consultar con las
bases al reemplazante del diputado o senador nominado ministro.
Antiguamente, la Constitución de
1925, planteó que diputados y senadores fueran reemplazados en nuevas
elecciones llamadas “extraordinarias” que, en algunos casos, fueron muy
importantes para medir el apoyo político al gobierno de turno, como ocurrió en
la de diputados, en primer distrito de Santiago, en 1953, en que triunfó don
Agustín Gumucio Vives, con el famoso “Proteste con Gumucio” derrotando,
ampliamente, a Clodomiro Almeida, candidato del gobierno de Carlos Ibáñez; en
1964, en Curicó, el triunfo de Oscar Naranjo Jr. provocó el retiro de la candidatura
del derechista Julio Durán, entregando los votos de liberales y conservadores
a Eduardo Frei Montalva, quien fue elegido presidente, podemos decir, sin temor
de equivocarnos, gracias a esta elección extraordinaria.
Hemos llegado a tal nivel de hipocresía,
en que casi toda la clase política y la ciudadanía en general están de acuerdo en
que la modalidad actual de reemplazo de los parlamentarios es completamente
ilegítima y viola flagrantemente a la soberanía popular, sin embargo, diputados
y senadores se han entusiasmado con el juego de ser nominados ministros
dejando, irrespetuosamente de lado, el mandato que les dieron sus electores. A
Andrés Allamand lo reemplaza el presidente de su partido, el RN, Carlos Larraín
– a nadie le importa la opinión de ciudadanos de la Región de Los Ríos, ni menos que, en materias
fundamentales Allamand sea liberal y Carlos Larraín ultraconservador- ; mucho
peor es el caso del reemplazo de Evelyn Matthei, Gonzalo Uriarte, que demanda
ser reemplazado en su sillón de diputado, dejando muy enojados a sus colegas
Iván Moreira y Edmundo Eluchans.
Chile es una especie de república de
los duques de Venecia, en que una casta política se reparte, a su gusto, los
cargos parlamentarios y, sobretodo, aquellos más codiciados, los de ministros
de Estado. Como el cinismo es la ley primera de esta república, los padres
conscriptos no disimulan que su cargo por ocho años “vale callampa” – para usar
el vocabulario “académica de un ministro” - y que para aspirar a presidente de
la república es imprescindible, previamente, formar parte del Ejecutivo y no de
un cuerpo colegiado, completamente inútil, que posee mínimo poder, como es el
caso del senado chileno.
Llegará el día en que el pueblo
soberano tendrá que poner fin a instituciones autoritarias, como la monarquía
borbónica presidencial, el decorativo parlamento binominal – en el cual sus
miembros son prácticamente vitalicios – y terminar con el centralismo
portaliano, eligiendo popularmente a los intendentes y consejeros regionales,
en régimen federal. Cuando la noche es más oscura, más cercano es el amanecer
de un nuevo Chile, cuyo fundamento sea una Carta Magna, auténticamente aprobada
por los ciudadanía
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