COLUMNA DE CARLOS PEÑA-KRADIARIO
MANUEL CONTRERAS SEPÚLVEDA
Por Carlos Peña
.
El viernes, casi a
última hora, Manuel Contreras Sepúlveda brindó, mientras cumplía una sentencia
de duración casi bíblica, su último suspiro. Con él desaparece la imagen de
quien habitó las pesadillas de miles y miles de chilenos y realizó las
fantasías de otros que hoy día, con mala conciencia, prefieren olvidarlas.
Para los seres
comunes y corrientes -esos que pasan por la vida sin padecer daño grave ni
causarlo-, la muerte es siempre un descanso, una forma de respiro propia y
ajena. Para quienes en cambio hicieron del mal radical casi una vocación, el
descanso, el reposo eterno, entregado a la custodia de los cercanos, al
recuerdo de los hijos y los nietos, tiene un gran enemigo: la memoria.
Es lo que ocurrirá a
Manuel Contreras.
A él le ocurrirá lo
que predijo Cervantes: ¡Oh memoria, enemigo mortal de mi descanso!
Y es que la suerte
futura de Manuel Contreras -la suerte de un finado siempre depende de la
memoria que fue capaz de construir- está atada, de manera casi indisoluble, a
las violaciones a los derechos humanos, un acontecimiento terrible que está hoy
incorporado a la memoria colectiva. Manuel Contreras torturó, hizo desaparecer,
y humilló hasta el límite de la imaginación a cientos de personas. Sin embargo,
a diferencia de Eichmann -de quien Hanna Arendt dijo que carecía de cualquier
profundidad-, Contreras no tuvo nada, o tuvo muy poco, de banal. Al contrario,
él siempre poseyó una rara altivez para negar los hechos; pero, sobre todo,
para insinuar que no tenía razón alguna para oponerse a que hubieran ocurrido.
Nunca pretendió ser un mero funcionario que, sin reflexión y sin ira, cumplía
órdenes. Nada de eso. Contreras siempre hizo suyos los motivos de los crímenes,
solo que nunca reconoció haberlos cometido.
Manuel Contreras
será, por eso, una isla del tiempo.
Jan Assman, un
escritor de asuntos teológicos, sostiene que toda cultura humana reposa sobre
ciertos hitos que llegan a ser intemporales, acontecimientos que se elevan
sobre el horizonte de la temporalidad y, desde esa altura, permiten ordenarla.
Él llama a esos hitos "islas del tiempo", formaciones aisladas que
escapan al transcurrir de los días y que, fuere cual fuere el número de ellos
que transcurran, seguirán ahí, incólumes, mostrando a las generaciones un acontecimiento
que separa las aguas de lo que vale la pena y lo que no.
Eso es lo que pasará
con el recuerdo de Manuel Contreras.
Él ayudará a erigir
en la historia de Chile una isla del tiempo. Sus crímenes trazarán una línea
clara y firme que, de aquí en adelante, no se podrá traspasar nunca más.
Esas islas del tiempo
son una forma de custodiar la línea que divide lo que una sociedad considera
digno de alcanzar y aquello que, en cambio, debe ser una y otra vez rechazado.
Y para llevar a cabo la custodia de esa línea es imprescindible que la sociedad
sea capaz de no ocultar esas islas del tiempo, esos eventos intemporales que no
importa cuándo o dónde ocurrieron, pero que al mirarlos y recordarlos una y
otra vez impiden que ella se extravíe.
¿Está la sociedad
chilena en condiciones de erigirlas?
Hasta ahora la
sociedad chilena parece haber desplazado hacia la modernización -su defensa o
su crítica- toda la atención de la esfera pública. Y de esa manera arriesga,
casi sin darse cuenta, el peligro de olvidar aquellas cosas de las que Manuel
Contreras fue partícipe y cuya condena debe establecerse como una isla del
tiempo, como un momento incólume al paso de los días, que recuerde que aquello
que ocurrió no debiere, simplemente, ocurrir nunca más.
Suele creerse que la
muerte priva de sentido a la vida; pero es al revés. Sin la muerte, ninguna
cosa tendría cariz definitivo, todo sería redimible, y nada sería
definitivamente malo. Al bajar la cortina en cambio, la muerte sella el
transcurso de una vida, y, como suele decirse, pone punto final al guión que,
con sus actos, escribía el viviente.
Solo que hay muertes
que no son, estrictamente hablando, un punto final.
Es el caso de Manuel
Contreras Sepúlveda. Luego de su muerte no hay un punto final, sino dos puntos
después de los cuales la sociedad a la que perteneció (porque no cabe olvidar
que Contreras fue un miembro pleno, un hijo y un fruto, de la sociedad chilena)
debe comenzar a dibujar una isla del tiempo.
(*) El autor es columnista permanente de El Mercurio.
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