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domingo, 9 de agosto de 2015

COLUMNA DE CARLOS PEÑA-KRADIARIO

MANUEL CONTRERAS SEPÚLVEDA

Por Carlos Peña
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El viernes, casi a última hora, Manuel Contreras Sepúlveda brindó, mientras cumplía una sentencia de duración casi bíblica, su último suspiro. Con él desaparece la imagen de quien habitó las pesadillas de miles y miles de chilenos y realizó las fantasías de otros que hoy día, con mala conciencia, prefieren olvidarlas.

Para los seres comunes y corrientes -esos que pasan por la vida sin padecer daño grave ni causarlo-, la muerte es siempre un descanso, una forma de respiro propia y ajena. Para quienes en cambio hicieron del mal radical casi una vocación, el descanso, el reposo eterno, entregado a la custodia de los cercanos, al recuerdo de los hijos y los nietos, tiene un gran enemigo: la memoria.

 Es lo que ocurrirá a Manuel Contreras.

 A él le ocurrirá lo que predijo Cervantes: ¡Oh memoria, enemigo mortal de mi descanso!

Y es que la suerte futura de Manuel Contreras -la suerte de un finado siempre depende de la memoria que fue capaz de construir- está atada, de manera casi indisoluble, a las violaciones a los derechos humanos, un acontecimiento terrible que está hoy incorporado a la memoria colectiva. Manuel Contreras torturó, hizo desaparecer, y humilló hasta el límite de la imaginación a cientos de personas. Sin embargo, a diferencia de Eichmann -de quien Hanna Arendt dijo que carecía de cualquier profundidad-, Contreras no tuvo nada, o tuvo muy poco, de banal. Al contrario, él siempre poseyó una rara altivez para negar los hechos; pero, sobre todo, para insinuar que no tenía razón alguna para oponerse a que hubieran ocurrido. Nunca pretendió ser un mero funcionario que, sin reflexión y sin ira, cumplía órdenes. Nada de eso. Contreras siempre hizo suyos los motivos de los crímenes, solo que nunca reconoció haberlos cometido.

 Manuel Contreras será, por eso, una isla del tiempo.

Jan Assman, un escritor de asuntos teológicos, sostiene que toda cultura humana reposa sobre ciertos hitos que llegan a ser intemporales, acontecimientos que se elevan sobre el horizonte de la temporalidad y, desde esa altura, permiten ordenarla. Él llama a esos hitos "islas del tiempo", formaciones aisladas que escapan al transcurrir de los días y que, fuere cual fuere el número de ellos que transcurran, seguirán ahí, incólumes, mostrando a las generaciones un acontecimiento que separa las aguas de lo que vale la pena y lo que no.

 Eso es lo que pasará con el recuerdo de Manuel Contreras.

Él ayudará a erigir en la historia de Chile una isla del tiempo. Sus crímenes trazarán una línea clara y firme que, de aquí en adelante, no se podrá traspasar nunca más.

Esas islas del tiempo son una forma de custodiar la línea que divide lo que una sociedad considera digno de alcanzar y aquello que, en cambio, debe ser una y otra vez rechazado. Y para llevar a cabo la custodia de esa línea es imprescindible que la sociedad sea capaz de no ocultar esas islas del tiempo, esos eventos intemporales que no importa cuándo o dónde ocurrieron, pero que al mirarlos y recordarlos una y otra vez impiden que ella se extravíe.

¿Está la sociedad chilena en condiciones de erigirlas?

Hasta ahora la sociedad chilena parece haber desplazado hacia la modernización -su defensa o su crítica- toda la atención de la esfera pública. Y de esa manera arriesga, casi sin darse cuenta, el peligro de olvidar aquellas cosas de las que Manuel Contreras fue partícipe y cuya condena debe establecerse como una isla del tiempo, como un momento incólume al paso de los días, que recuerde que aquello que ocurrió no debiere, simplemente, ocurrir nunca más.

Suele creerse que la muerte priva de sentido a la vida; pero es al revés. Sin la muerte, ninguna cosa tendría cariz definitivo, todo sería redimible, y nada sería definitivamente malo. Al bajar la cortina en cambio, la muerte sella el transcurso de una vida, y, como suele decirse, pone punto final al guión que, con sus actos, escribía el viviente.

 Solo que hay muertes que no son, estrictamente hablando, un punto final.

Es el caso de Manuel Contreras Sepúlveda. Luego de su muerte no hay un punto final, sino dos puntos después de los cuales la sociedad a la que perteneció (porque no cabe olvidar que Contreras fue un miembro pleno, un hijo y un fruto, de la sociedad chilena) debe comenzar a dibujar una isla del tiempo.

(*) El autor es columnista permanente de El Mercurio.

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