CORRUPCIÓN-PORTALES-KRADIARIO
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CHILE NECESITA UNA COMISIÓN DE LA VERDAD SOBRE LA CORRUPCIÓN
Por Felipe Portales (*)
Los casos Penta, Soquimich y Dávalos (Caval) han tenido, al
menos, la virtud de demostrarnos al conjunto de la sociedad chilena que la
corrupción constituye un elemento fundamental de ella. Que la colusión entre
los grandes grupos económicos y la dirigencia política duopólica
(Alianza-Concertación) está completamente institucionalizada desde hace muchos
años. A tal grado, que los políticos y empresarios ¡ni siquiera son capaces de
darse cuenta de la anormalidad del fenómeno! ¡Lo toman como algo natural!
De este modo, parlamentarios de la UDI como Ena von Baer e
Iván Moreira han señalado que no han hecho nada indebido. Este último llegó
incluso a decir que él no hacía nada distinto de lo que hacían la mayoría de
los candidatos a parlamentarios. Asimismo, el “penta-empresario” Carlos Eugenio
Lavín comentaba escandalizado que de las acusaciones de la Fiscalía se
desprendía que ellos podían ser vistos como mafiosos del estilo de Al Capone…
Por otro lado, respecto del Caso Dávalos, el vocero del
Gobierno, el ministro de Justicia José Antonio Gómez, señaló que no había nada
“ilícito”; esto es, nada ilegal o inmoral en el asunto. Y la propia Presidente
ni siquiera interrumpió sus vacaciones o dijo algo cuando estalló el caso. Ni
menos interpuso su gran capacidad de liderazgo para lograr que su hijo
revirtiera (¡todavía estaba a tiempo!) el negociado anunciado.
En realidad, la sociedad chilena se “ha hecho la lesa”
respecto del tema desde hace mucho tiempo. Es evidente que uno de los elementos
claves del modelo impuesto por la dictadura fue la ola de privatizaciones
completamente inmoral efectuada a fines de los 80. Así, connotados gerentes a
cargo de dichos procesos quedaron finalmente como dueños de gigantescas
empresas. Y la dirigencia concertacionista que como opositora lo criticó
duramente, ya en el gobierno se hizo cómplice y no hizo nada por revertirlo.
También convalidó la elite concertacionista los
multimillonarios gastos reservados que había dejado la dictadura para diversos
ministerios y para las FF. AA. Gastos que no tenían que justificarse ante
ninguna institución del Estado. Incluso, han surgido estimaciones de que la
mayor parte de la fortuna amasada por Pinochet la obtuvo después de 1990, a
través de la apropiación de gastos reservados y de coimas obtenidas en las
numerosas compras de armas que él personalmente gestionó en el extranjero en el
período 1990-98.
Es cierto que en la conformación del “duopolio” jugó un
papel clave el viraje ideológico del liderazgo de la Concertación que la llevó
a una “convergencia” con la derecha (proceso reconocido crudamente por el
principal ideólogo de la “transición”, Edgardo Boeninger); viraje que puede ser
perfectamente definido como de corrupción ideológica y política, pero que en sí
mismo no configura un fenómeno de corrupción económica. Sin embargo, como se ha
revelado con los últimos escándalos, está quedando claro que el duopolio
Alianza-Concertación ha excedido permanentemente los marcos legales o éticos en
su rol político subordinado a los grandes grupos económicos. Ya la lista de los
episodios conocidos clásica y restrictivamente como de “corrupción” es, desde
comienzos de los 90, interminable. Pero a ellos hay que sumarle múltiples
conflictos de intereses o decisiones políticas o administrativas que, más allá
que pueden haber sido “legales”, han configurado un cuadro de creciente
colusión entre los poderes políticos y económicos de nuestro país.
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Lo anterior es lo que permite entender el casi insuperable
desprestigio en que se desenvuelven los grandes empresarios y ejecutivos, por
un lado; y la “clase política” por el otro. Desprestigio que ha llegado a
grados tales que en espectáculos públicos y en la propia televisión ha pasado a
ser de sentido común mofarse de “los políticos”. Difícilmente puede ser mejor
ilustrado aquello que con un programa de concurso infantil en que aparece la
propia animadora del Festival de Viña preguntando a varios niños: “¿Dónde están
los ladrones?”; para recibir la respuesta de una pequeña: “En el Congreso”…
Desgraciadamente gran parte de este itinerario de
latrocinios está legalmente prescrito o está cubierto por no haber sido
“ilegal”. No obstante, si aspiramos a moralizar nuevamente nuestra vida pública
tendremos que enfrentar esa realidad de modo que aparezca claro un juicio
crítico del conjunto de la sociedad chilena y de sus instituciones hacia ella.
Quizá el mejor inicio de esto sea la conformación de una Comisión –análoga a la
Comisión Rettig- formada por personalidades de reconocida solvencia moral que
estudie en un plazo de uno a dos años las diversas modalidades que ha adquirido
en nuestro país la nefasta colusión entre los poderes económicos y políticos; y
proponga orientaciones profundamente rectificadoras para el futuro.
Y, en este sentido, el reciente Consejo Asesor
Anticorrupción nominado por la primera mandataria –que ha sido cuestionado por
moros y cristianos- podría justificar su precaria y corta existencia con solo
proponer al país una iniciativa de envergadura como una nueva “Comisión
Rettig”.
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