EL CASO DEL PROFESOR COSTADOAT
Por Carlos
Peña (*)
El despido del profesor Costadoat -no se le renovó la misión canónica y no
podrá seguir enseñando teología en la Pontificia Universidad Católica- pone a
prueba la disposición de los universitarios para defender la libertad de
cátedra.
Es
verdad que Ezzati tiene facultades jurídicas para adoptar la decisión que
adoptó; pero tener facultades para decidir algo no es lo mismo que contar con
buenas razones para hacerlo.
Y
ese es justamente el caso de Ezzati: tiene la facultad para despedir a Costadoat;
pero no tiene ninguna buena razón para hacerlo.
La
libertad de cátedra es un derecho que asiste a los miembros de la universidad,
sea pública o privada, estatal o no, grande o pequeña, docente o compleja,
católica o laica, para reflexionar críticamente, investigar y enseñar, sin que
el contenido de su reflexión, investigación o enseñanza, sea motivo de sanción
alguna. En otras palabras, la libertad de cátedra es una inmunidad de que gozan
los universitarios para ejercitar públicamente la razón. Por eso las
conclusiones que los académicos alcanzan en su quehacer, las opiniones que
emiten o que enseñan, nunca pueden ser un motivo para excluirlos de la
universidad.
Como
les ocurre a casi todas las libertades, la libertad de cátedra es propia de la
modernidad. Antes de ella, la curiositas, la simple curiosidad o la avidez de
saber, que es el combustible del investigador moderno, se estimaba inferior a
la studiositas, al cultivo de la verdad que la Iglesia decía atesorar. De ahí
que León XIII repite más tarde que "es contrario a la razón que la verdad
y el error tengan los mismos derechos" ("Libertas
praestantissimum"). Pero la universidad moderna reposa justamente sobre el
principio opuesto: que existe plena libertad, incluso de errar.
¿Incluso
en una Facultad de Teología?
Si
se trata de una facultad universitaria sí, sin ninguna duda.
Según
enseña el ejemplo clásico, el clérigo que predica desde el púlpito se debe a la
autoridad y no debe hacer más que una "administración de la
doctrina"; pero como teólogo o docto que habla "al gran público de
lectores" debe gozar de una libertad ilimitada para servirse de su sola
razón.
La
universidad se erige sobre ese principio: ella es la única institución que hace
de la reflexión sobre su entorno y sobre sí misma, su vocación y su deber
fundamental. Si se consiente que los miembros de la universidad teman dar sus
opiniones, manifestar sus puntos de vista o llevar la razón, como enseñó Jorge
Millas, "hasta el límite de sus posibilidades", la idea de universidad
y el lugar que le cabe en la sociedad estará en peligro.
Ricardo
Ezzati, al no fundar su decisión en razones admisibles para la comunidad
universitaria, se puso en contradicción con la índole misma de la universidad y
dio la razón a todos quienes piensan que una universidad católica es (como a
propósito de un asunto cercano alguna vez dijo Heidegger) "hierro de
madera", un oxímoron, una contradicción en sí misma que no merece el
financiamiento público.
El
caso Costadoat no es entonces un problema de los católicos, sino de los
universitarios.
Nadie
discute el derecho de la Iglesia a cultivar el rito, propagar su credo y contar
con universidades católicas; pero esto último debe ser a condición que se
respete la índole de la universidad. No es el ethos de la universidad el que
debe ceder ante los intereses de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que debe
someterse al imperativo ético que debe regir en la universidad. Si se consiente
que el argumento de simple autoridad impere en la universidad, ella habrá perdido
casi todo lo que la hace digna y sus académicos se habrán convertido en meros
funcionarios.
Después
de eso, ¿qué razón podrá esgrimirse contra quienes anhelaran instrumentalizar
la universidad, cualquier otra universidad, esgrimiendo una ideología en particular
o de un puñado de intereses? Si se acepta lo que acaba de ocurrir, si los
miembros de la universidad, por temores alimenticios o de otra índole, callan
ahora, ¿qué dirán cuando otro grupo ideológico o religioso intente
instrumentalizar la universidad o maltratar a sus miembros a pretexto que los
estatutos le confieren la autoridad final?
(*) - Columnista permanente del diario El Mercurio de Santiago
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