CORRUPCIÓN-OPINIÓN-KRADIARIO
UNA RARA COMISIÓN
Por Carlos Peña (*)
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Es imposible no
referirse a la comisión anticorrupción recién creada: ¿Qué sentido posee? ¿Qué
utilidad reviste?
Hay varios motivos para dudar de su utilidad. Uno de ellos
se relaciona con su legitimidad; el otro con los casos que motivan su creación.
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Desde luego, una
comisión de esa índole carece de la legitimidad que confiere la mayoría. Y eso
es grave cuando se trata de un gobierno que ha erigido al de mayorías en el
supremo principio de legitimidad de la vida social.
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Quienes la integran poseen saber y virtud en abundancia, de
eso no cabe duda; pero no cuentan con la legitimidad que confieren las
mayorías; esa legitimidad que el Gobierno echa de menos en la Constitución o en
la exigencia de quórum que dan poder de veto a las minorías. La inconsistencia
es obvia: ¿Por qué lo que es malo en materia constitucional o de leyes (que las
mayorías no logren imperar) no lo es a la hora de resolver las cuestiones
relativas a la ética pública? ¿Por qué si es malo que el Tribunal
Constitucional limite las decisiones de la mayoría, no lo es que un grupo
pueda, de hecho, hacerlo en cuestiones éticas?
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Una de las quejas
frecuentes de la izquierda y el movimiento estudiantil fue que la vida social
se había naturalizado y convertido en un asunto regido por leyes y por
principios que solo los expertos podían inteligir. El surgimiento de una
cultura de expertos, se dijo, desplazó la deliberación ciudadana y la política,
deteriorando de esa manera la vida democrática. La queja contra la cultura de
expertos fue especialmente aguda cuando se trató de economía o de educación.
Pues bien. Si a la hora de diseñar el sistema escolar o establecer las
prioridades del gasto público, hay que eludir a la cultura de expertos, ¿por
qué recurrir a ella en cuestiones éticas, harto más sinuosas y opinables? O, al
revés, si resulta adecuado y nada problemático nombrar una comisión a la hora
de abordar cuestiones éticas (esto es, cuestiones relativas a qué es correcto
en la vida pública y qué no), ¿por qué no podría ser razonable hacer algo
parecido en cuestiones constitucionales? ¿Qué razón habría para rechazar a los
expertos en cuestiones constitucionales, cuando ya se les admitió en cuestiones
éticas?
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No cabe duda. Al
formar esta comisión la Presidenta Bachelet se puso en medio de una obvia
inconsistencia con el principio de mayorías que suele esgrimir y la narrativa
de su propio programa. Y nada se saca, para resolver el problema, con declarar
que serán los diputados y senadores quienes decidirán en definitiva. Luego de
declarárseles incumbentes y parciales a la hora de deliberar sobre corrupción,
son muy pocas las posibilidades que tienen de rechazar lo que esa comisión,
esgrimiendo argumentos de autoridad, decida.
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Pero el problema de
la comisión no es solo de legitimidad. También deriva de los motivos que
inducen a crearla.
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Se trata de los casos
Penta y el otro en que se involucraron Sebastián Dávalos y Andrónico Luksic.
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Ocurre que son casos
distintos. En el caso Penta el problema no es la falta de leyes, sino su
incumplimiento. Y en el caso de Sebastián Dávalos, una de dos: o hay delito (en
cuyo caso al igual que en Penta hay incumplimiento de una ley y no un defecto
de ella) o simplemente hay descriterio, desaprensión de los involucrados (algo
que la comisión, a pesar de sus abundantes virtudes, es difícil que pueda
corregir). La comisión será irrelevante para esos dos casos y todos los que se
le parezcan.
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Pero, si no está en
consonancia con el principio de legitimidad que el Gobierno suele esgrimir, ni
parece consistente con los casos que en apariencia la motivan, ¿por qué se creó
entonces?
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La razón parece
obvia. Ante la posibilidad que esos dos casos (y en especial el de Dávalos)
siga resonando una y otra vez en la opinión pública, la creación de esa
comisión está animada por el propósito de racionalizar (racionalizar, enseña
Freud, equivale a eludir, a desplazar) el problema transformándolo en un asunto
no de personas sino de instituciones, no de Dávalos, Luksic, Délano o Lavín,
sino de reglas o incentivos. Ese propósito no tendría, por supuesto, nada de
malo, si entre los casos que se trata de racionalizar no estuviera aquel en que
está involucrada la familia de la Presidenta.
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Pero desgraciadamente
lo está. Y mientras ella no se pronuncie explícita y directamente sobre él,
cualquier racionalización se verá mal.
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(*) Columnista permanente de El Mercurio
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(*) Columnista permanente de El Mercurio
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