CONSTITUCIÓN
ANDRADE Y EL MIEDO ANCESTRAL A LA DEMOCRACIA
Por Felipe Portales
Las recientes
declaraciones del presidente del PS, Osvaldo Andrade, de querer conservar la
actual Constitución del 80 hasta “los tataranietos”; se enmarca en la ancestral
postura de la elite política chilena de posponer la democracia para un futuro
remoto.
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Así lo podemos constatar desde el principal artífice de
nuestra república decimonónica, Diego Portales, quien sostenía en marzo de 1822
que “la Democracia que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países
como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda
virtud, como es necesario para establecer una verdadera República. La Monarquía
no es tampoco el ideal americano: salimos de una terrible para volver a otra y
¿qué ganamos? La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo
yo la entiendo para estos países? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos
hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los
ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan
moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales,
donde tengan parte todos los ciudadanos” (Carta a José M. Cea).
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Además, Portales, luego de su experiencia como dictador
fáctico, señalaba en abril de 1837: “Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente
administrados, son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por
inveteradas que sean sus malas costumbres” (Carta a Fernando Urizar).
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Notablemente, 50 años más tarde, el principal exponente del
liberalismo decimonónico en Chile, Domingo Santa María (quien hizo aprobar las
“leyes laicas”), afirmaba en un escrito autobiográfico:
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“Se me ha llamado
autoritario. Entiendo el ejercicio del poder como una voluntad fuerte,
directora, creadora del orden y de los deberes de la ciudadanía. Esta
ciudadanía tiene mucho de inconsciente todavía y es necesario dirigirla a
palos. Y esto que reconozco que en este asunto hemos avanzado más que cualquier
país de América. Entregar las urnas al rotaje y a la canalla, a las pasiones
insanas de los partidos, con el sufragio universal encima, es el suicidio del
gobernante, y yo no me suicidaré por una quimera. Veo bien y me impondré para
gobernar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el
terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia. Se me ha
llamado interventor (electoral). Lo soy. Pertenezco a la vieja escuela y si
participo de la intervención es porque quiero un parlamento eficiente,
disciplinado, que colabore en los afanes de bien público del gobierno. Tengo experiencias
y sé a donde voy. No puedo dejar a los teorizantes deshacer lo que hicieron
Portales, Bulnes, Montt y Errázuriz. No quiero ser Pinto a quien faltó carácter
para imponerse a las barbaridades de un parlamento que yo sufrí en carne propia
en las dos veces que fui ministro, en los días trágicos a veces, gloriosos
otros, de la guerra con el Perú y Bolivia. Esa fue una etapa de experiencia
para mí en la que aprendí a mandar sin dilaciones, a ser obedecido sin réplica,
a imponerme sin contradicciones y a hacer sentir la autoridad porque ella era
de derecho, de ley y, por lo tanto, superior a cualquier sentimiento humano”
(Mario Góngora.- Ensayo Histórico sobre la noción de Estado en Chile en los
siglos XIX y XX; Edit. Universitaria, 1992; p. 42).
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Posteriormente, en 1925 -pese a las promesas del movimiento
militar reformista y del propio Arturo Alessandri de convocar a una Asamblea
Constituyente- finalmente la nueva Constitución se impuso en forma bastante
análoga a la de 1980. En primer lugar, porque quien elaboró el texto fue una
comisión de 15 personas designada exclusivamente por Alessandri, quien hacía
las veces de dictador. En efecto, si bien había sido electo en 1920, cuando
vuelve a la presidencia en marzo de 1925 luego de su primer exilio, lo hace sin
Congreso y a través de decretos-leyes. Y pese a que en ella designó miembros de
los más diversos partidos, la gran mayoría de ellos eran incondicionales a su
persona.
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Luego de haber hecho aprobar un texto extremadamente
autoritario-presidencialista; lo presentó a una comisión más amplia –designada
también exclusivamente por él- integrada por 122 personas. Como en ella se
empezó a manifestar una creciente oposición al texto, intervino el comandante
en jefe del Ejército, Mariano Navarrete, quien amenazó expresamente a sus
miembros para que de todas formas lo aprobaran. Luego, el texto así “aprobado”
fue sometido a un plebiscito en que se reprimió a los opositores y en que la
votación fue pública, al establecerse cédulas de colores para las diversas alternativas.
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Es cierto que, a diferencia de la Carta de 1980, en que esta
se impuso como con el fin ulterior de establecer un modelo económico mucho más
excluyente; la Constitución del 25 se impuso para promover uno más inclusivo,
pero manteniendo subordinados a los sectores populares, especialmente los
agrarios. Entonces tampoco podemos decir que ella tuviese un contenido social
realmente democrático.
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El carácter autoritario de dicha Constitución fue denunciado
por la mayor parte de los partidos políticos chilenos. Y desde el exterior,
nada menos que por el famoso jurista alemán Hans Kelsen en 1926: “La nueva
Constitución chilena es un producto de aquel movimiento antiparlamentario que
hoy se propaga también en Europa (…) incluye una serie de disposiciones que conducen
desde ahí hasta muy cerca de las fronteras de aquella forma que hoy se
acostumbra a denominar una dictadura. Esto se observa especialmente en el campo
legislativo (…) la tramitación legislativa está regulada en una forma que
asegura al Presidente una influencia decisiva (…) contra la voluntad del
Presidente, el Parlamento solo puede imponer su propósito legislativo si
persevera en su determinación con una mayoría de dos tercios en ambas Cámaras
(…) Esto significa, en la práctica, que no puede dictarse una ley contra la
voluntad del Presidente” (Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle.- La República en
Chile. Teoría y práctica del constitucionalismo republicano; Edic. Lom, 2006;
pp. 121-2).
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Más grave aún, con el paso de los años el régimen político
se fue haciendo cada vez más autoritario. Así, los regímenes de facto
posteriores a 1925 aprobaron legislaciones represivas; las que después fueron
“democráticamente” confirmadas con la Ley de Seguridad Interior del Estado en
1937. Ellas incluyeron restricciones del derecho de reunión; penalizaciones de
la libre expresión de opiniones y de la difusión de noticias; y violaciones del
derecho a la justicia, entre otras. También, desde 1926, los presidentes
obtuvieron inconstitucionalmente leyes de delegación de facultades
extraordinarias para dictar leyes por sí mismo y para restringir
discrecionalmente derechos fundamentales. Luego, los presidentes manipularon
una ley aprobada en el contexto de la segunda guerra mundial (1942) para
establecer inconstitucionalmente “Zonas de Emergencia” que restringían derechos
y garantías constitucionales, frente a calamidades naturales o conflictos
sociales. Por último, el Congreso aprobó en 1948 la Ley de Defensa de la
Democracia (“Ley maldita”) que, además de ilegalizar al Partido Comunista,
violó gravemente el derecho a voto; el derecho a la libre expresión; y los
derechos laborales y sindicales.
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Producto de todo lo anterior, el entonces senador Eduardo
Frei afirmó que con la Constitución del 25 se pasó “a un Ejecutivo tan fuerte
como tal vez no exista otro, con tal suma de facultades, a las cuales leyes
posteriores han agregado otras” que “se convirtió en un régimen presidencial de
desmesurada concentración de poderes e influencias”, de tal manera que “el
peligro del sistema reside en su tendencia casi orgánica a la dictadura legal
del Presidente y permite con facilidad que este sea tentado a abusar de sus
facultades. Supremo dispensador de beneficios y honores, puede influir de
manera desmesurada en la vida del país y, por lo mismo, quebrantar toda
oposición o buscar medios indirectos, pero eficaces de silenciarla” (Historia
de los partidos políticos chilenos; Edit. del Pacífico, 1949; pp. 201-3).
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Y si bien ya no se proclamó que “se gobernaría a palos”, en
muchas oportunidades se recurrió en el siglo XX a feroces masacres, y no solo
en dictadura. En este sentido, Arturo Alessandri convalidó u ordenó
personalmente cuatro grandes masacres que, de acuerdo a los cálculos más
conservadores, bordearon un millar de víctimas fatales.
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Es cierto que gracias al Bloque de Saneamiento Democrático
de 1958 -promovido fundamentalmente por el PDC, PS y PC- pudo establecerse por
fin un sistema político electoralmente democrático, al instaurarse la cédula
única electoral y derogarse la Ley de Defensa de la Democracia. Y gracias a
ello, la centro-izquierda con los gobiernos de Frei y Allende pudo terminar con
el sistema de hacienda que mantenía a la generalidad de los campesinos como
virtuales siervos desde la Colonia. Sin embargo, ninguno de los dos gobiernos
modificó el autoritarismo presidencialista ni las demás leyes represivas, que
incluso aplicaron en ciertas ocasiones.
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La lucha contra la dictadura permitió abrigar expectativas
de que se iba a avanzar decisivamente en el logro de la democracia política y
de la justicia social. La oposición -a través del discurso de Frei en el
Caupolicán en 1980; y luego por medio de un dilatado trabajo del Grupo de los
24- se comprometió a reemplazar la autoritaria Constitución del 80 por una
Constitución democrática, a través de una Asamblea Constituyente. Y a sustituir
el modelo económico-social y cultural neoliberal impuesto por el terrorismo de
Estado; por uno participativo, justo y solidario.
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Lamentablemente, el liderazgo de la Concertación experimentó
una “convergencia” con el pensamiento económico de la derecha a fines de los
80; la que “políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones de
reconocer”; según lo que confesó años más tarde el principal “arquitecto” de la
transición, Edgardo Boeninger (Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Edit. Andrés Bello, 1997; pp. 368-9).
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Ello
explica que, en lugar de sustituir el modelo económico impuesto por la
dictadura; haya procedido a legitimarlo, consolidarlo y perfeccionarlo en sus
veinte años de gobierno. Y junto con ello, haya hecho suya la Constitución del
80 modificada en 2005; al sustituir la firma de Pinochet por la de Lagos y de
todos sus ministros.
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Los cambios en las expectativas generados en Chile
fundamentalmente por el movimiento estudiantil de 2011 han obligado a dicho
liderazgo a modificar su discurso. Pero su postura respecto del cambio
constitucional propuesto nos indica que no ha variado su “convergencia
inconfesable” con la derecha. Primero, al descartar el único mecanismo que
permitiría efectivamente alcanzar una Constitución democrática: la Asamblea
Constituyente. Y segundo, al revelar imprudentemente el presidente del PS,
Osvaldo Andrade, (revelación que fue confirmada por uno de los principales
“fácticos” del PDC, Jorge Pizarro) que solo se espera una nueva Constitución
“para los tataranietos”…
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