IGLESIA-PAPA
UNA IMPREVISTA VISITA A LA IGLESIA, UN DÍA DE LA PRIMAVERA QUE CAMBIÓ SU VIDAPor Sergio Rubín
del diario Clarín de Buenos Aires
Era el Día de la Primavera. El joven Jorge Bergoglio iba de festejos con su noviecita. Pero algo lo llevó a pasar por su parroquia porteña de San José de Flores. Sentía deseos de confesarse. Las palabras del sacerdote -cuyo nombre nunca reveló- lo sacudieron. Le despertaron la vocación religiosa que llevaba dentro. Salió de allí convencido de que quería ser sacerdote. Pero no se lo dijo a nadie.
El único síntoma fue que al poco tiempo rompió con su novia. Fiel a su estilo reservado esperó unos años para anunciar su decisión a su familia. Su padre lo celebró. Su madre, en cambio, se enojó. Pero no se amilanó. Fue duro para él: ella no quiso ir a verlo durante los primeros años de seminario hasta que, finalmente, aceptó su decisión. Una decisión que -quien podría imaginarlo- lo llevaría muchos años después a ser el primer Papa argentino y latinoamericano.
La demora en entrar al seminario pareció explicarse por su deseo de relacionarse con el mundo profano antes de abrazar la vida religiosa. Ya mientras cursaba la secundaria trabajaba por pedido de su padre. Luego, una ocupación en un laboratorio sería clave para su foguéo con el mundo adulto. Allí ejerció una gran influencia su jefa, Esther Balerino de Carriaga, una abierta simpatizante del comunismo -secuestrada y desaparecida durante la última dictadura- que lo inició en el esmero del trabajo y le despertó su gusto por la política, pero no militante, sino como objeto de estudio. “Es cierto que leía la publicación del Partido Comunista, pero nunca lo fui”, contó.
Pero acaso la experiencia más fuerte de su juventud -que le marcó el límite humano- fue una grave enfermedad que lo codeó con la muerte. Hubo varios días de incertidumbre porque los médicos no acertaban con el diagnóstico. Al fin, detectaron una infección pulmonar que requirió un tratamiento con sondas que le provocó dolores terribles. Las palabras de circunstancias para confortarlo no lo convencían. Hasta que una monja que sorpresivamente lo consiguió lo logró con una frase simple y directa: “Con tu dolor, lo estás imitando a Jesús”. Desde entonces, Jorge Bergoglio vive con un sólo pulmón, lo que lo obliga a administrar sus esfuerzos, si bien nunca fue una severa restricción.
Recuperado, ingresó finalmente al seminario. Optó por los jesuitas porque le atraía su perfil de gran formación y cierto vanguardismo. Ya ordenado, quería ser misionero. Y añoraba con ir a Japón, donde los jesuitas tienen una fuerte presencia. Pero no logró la autorización de su superior. Técnico químico y profesor de literatura, la docencia se reveló como otra de sus grandes vocaciones. En su paso por el prestigioso colegio de la Inmaculada de Santa Fe, sus alumnos lo bautizaron “el profe Carucha”, severo, pero muy querible. El se esmeraba: llegó a llevar a la provincia para su clase nada menos que a Jorge Luis Borges.
Con apenas 37 años, se convirtió en superior de los jesuitas en la Argentina. Eran los tiempos de la violencia política, la última parte de la guerrilla y el terrorismo y el comienzo de la represión de la dictadura más sanguinaria que conoció la Argentina. También fueron momentos de gran tensión para los jesuitas. Dos de sus sacerdotes, que trabajaban en la villa del Bajo Flores fueron secuestrados y torturados. A Bergoglio hay quienes le achacan no haberlos defendido, pero él asegura que lo hizo con energía y que sus gestiones permitieron que fueran liberados.´En el libro “El Jesuita” contó que le dio su cédula a un sacerdote muy parecido para que dejara el país por la frontera con Brasil.
Para el tres veces secretario de Culto Angel Centeno, Bergoglio salvó a los jesuitas argentinos de una crisis mayor en un contexto de numerosas deserciones de vocaciones. Pero no todos sus compañeros de comunidad aceptaron la reorganización que llevó adelante. Bergoglio terminó recalando en Alemania, donde realizó una tesis sobre Romano Guardini, el gran teólogo con una visión innovadora de la Iglesia. A su regreso a la Argentina -tras un paso por el colegio El Salvador, de Buenos Aires- fue destinado a la iglesia de los jesuitas en Córdoba, donde estuvo poco menos que recluido. Para muchos fue la continuación de un exilio forzoso.
A comienzos de los ‘90 el entonces arzobispo de Buenos Aires, cardenal Antonio Quarraccino, lo señaló para que sea uno de sus obispos auxiliares. Comenzó así su meteórica carrera que lo llevó de ser un completo out sider de la Iglesia a ser elegido vicario general de la arquidiócesis y finalmente el sucesor de Quarraccino. Atraído por su inteligencia, espiritualidad y humildad, Quarraccino siempre contaba que en cada acto y oficio, cuando quería localizar a Bergoglio, debía buscarlo en las últimas filas, casi escondido. Ya como arzobispo, rechazó la residencia arzobispal de Olivos y el auto con chofer. Optó por vivir en la curia, frente a la plaza de Mayo, en una austera habitación. Y trasladarse en colectivo o subte.
El primer aniversario del atentado a las Torres Gemelas fue clave para la proyección internacional de Bergoglio. Entonces, el argentino participaba como moderador suplente de un sínodo de obispos, en Roma. Como el titular, el arzobispo de Nueva York debió ausentarse a su ciudad, Bergoglio debió coordinar la asamblea, dejando una excelente impresión. Su prestigio ascendente terminó convirtiéndolo en el segundo más votado en el cónclave anterior, detrás de Ratzinger. Parecía que su tiempo había pasado tras la renuncia de Benedicto XVI. El ya tenía programado cuando se efectivizara su retiro a fin de año, ir a vivir a la residencia porteña de los sacerdotes ancianos. Su Dios y los cardenales dispusieron otra cosa.
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