Política-Columna-Análisis
Chile lleva inmerso en una política “liberal” desde los años 70, es decir ya está cumpliendo cuatro décadas. Sin embargo esta política “liberal” no es una economía de mercado, como se ha pretendido calificar. Se puede simplemente afirmar que no es de “mercado”, porque vivimos una realidad en que las decisiones económicas son de un fuerte sesgo oligopólico (quizás una de las más oligopólicas del mundo). Y los oligopolios son el factor antagonista por definición del libre mercado.
Los resultados a largo plazo de esta experiencia “liberal” han sido modestos. Tasa de crecimiento promedio cercana al 4,8-5,0 % interanual, con inequidad que es de las mayores del planeta y con rezago de décadas en los estándares de servicios básicos como educación, salud y trabajo (que incluye la seguridad social).
Pero lo más problemático para esta etapa que analizamos, es que Chile carece de un proyecto de inserción a largo plazo en la economía globalizada. Esto hace que nuestra economía sea un efecto- eco, que carece de una resonancia propia, ante las estrategias mundiales de desarrollo y de competencia.
Nadie con los pies puesto en la Tierra puede decir que vivir de las materias primas constituya una estrategia de desarrollo. Todos sabemos las enfermedades económicas que una estrategia así acarrea y la frustración final que ello ocasiona si no va acompañada de una “siembra”, de la bonanza ocasional que puedan brindar la abundancia de recursos, en las áreas duras del desarrollo tecnológico, cultural y social.
Nada de esto se ha estado haciendo y reproducimos reiteradamente el problema del “casillero vacío” del que habló, años atrás Fernando Fajnzylber desde la Cepal .
El vacío tecnológico es un mal endémico en América Latina (con excepción de Brasil) y en Chile se ha ignorad de manera olímpica. Sin embargo, hablar de desarrollo en la sociedad del conocimiento, conduce inevitablemente a pensar en la generación de saber, a implementar estrategias para generar ventajas activas y creativas; esto lleva a una propuesta de industrialización y a instalar un mercado interno con demandas de puestos calificados, de saberes y de bienes que progresan hacia los productos llamados “estrellas nacientes”.
En cambio, nuestra estrategia transita por la calzada opuesta: políticas que se acomodan a la explotación de productos “menguantes”, con escasa exigencia de conocimiento y tecnología, que carecen de encadenamientos de actividad con el mercado nacional, que operan a modo de enclaves, que enriquece a economías extranjeras y desestimula los espacios de inversión de largo plazo en las áreas de futuro.
Es por ello que debemos conformarnos con niveles de crecimiento mediocre, irregular y sesgado; es por eso que no podemos forjar un mercado laboral moderno, con ingresos decentes y con integración social creciente; es por eso que el malestar social será una realidad invasiva y la ingobernabilidad su corolario efectivo.
Las oligarquías económicas de Chile, y las de siempre en la historia, creen que su progreso particular representa el bienestar de todos; piensan que las bondades de sus propios negocios engloban el progreso global de la sociedad. Este error de visión, conduce a extremosas situaciones que derivan indefectiblemente en crisis, como ya lo hemos comprobado en la historia reciente, donde más de 40 crisis se ensañan en las economías capitalistas del orbe, en menos de tres décadas.
El desarrollo es diferente cualitativamente al crecimiento económico. Se puede crecer de manera deforme, en cambio el desarrollo es necesariamente armonioso, balanceado, equitativo y progresista.
Nuestros políticos han adoptado la estrategia equivocada. Sin un ápice de juicio crítico se sumergen en un transitar sin metas ni condiciones. El “business” parece ser el único referente, aunque tales empresas sean callejones sin salida, como tantas veces nos ha enseñado con sus frustraciones la historia contemporánea.
Definitivamente se nos ha aplicado la jaula de hierro de un modelo indeseable, injusto, abusivo y obtuso. Basado en un mito de modernidad globalista que, en realidad, no conforma más que una mascarada par esconder la oquedad de ideas, el vacío de sentido histórico, y ceguera ante una realidad que trafica sus éxitos por otra dimensión y en otro carril.
Representamos un conservadorismo ultramontano, de una extemporaneidad apasionada y de una lógica de subsuelo. Este gamonalismo social que sufrimos, parece incomprensible para cualquier sociedad medianamente sensata; la arbitrariedad del dinero y lo fáctico ya hacen escuela, conforman academia e integran los libretos de nuestra cultura televisada. La corrupción se carnavaliza y la honestidad se repliega ante el espanto de lo infructuoso y lo absurdo.
Esta decadencia prepotente, tantas veces ensayada como éxito meritorio, nos eleva a las alturas del ilusionismo para luego dejarnos caer en la cima de lo abismal y catastrófico.
Vivimos los tiempos más móviles de la historia humana, nuestra cultura cibernética nos obliga al desplazamiento rápido y oportuno. Sin embargo, el viento del futuro nos encuentra anclados al suelo de un pasado obstinado, amenazando desgarrar nuestras resistencias y arrastrarnos desmembrados hacia un destino en que ya no seremos reconocibles por nuestro despojos, dispersos y fragmentados.
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