Por Gabriel Sanhueza Suárez
Confieso que fui a ver la película con la desconfianza típica de todos los que han leído un buen libro, que después es llevado a la pantalla grande. Leído es sólo un decir. El invierno pasado devoré en una semana la trilogía Millennium. Dos mil quinientas páginas de novela negra, escrita en un estilo maestro, que me mantuvo en vela hasta la madrugada.
Cuando cerré la última página, me embargó una pena por la muerte temprana de Stieg Larsson, periodista, de los que hacen falta. Es decir, de los que se comprometen contra todo tipo de violencia que existe en este mundo. Y que además escriben bien.
Luego me dio un ataque de furia, cuando nuestro perro Bongo, se comió la tapa y las primeras páginas de “La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina”. Lo habría estrangulado con mis manos, como acostumbraba a hacer Ronald Niedermann, el gigante rubio, pero me acordé de que era el regalo de cumpleaños de mi hija Loulou.
Volviendo a la película no me decepcionó para nada. Retrata bastante bien lo que Larsson escribió. La remota isla del norte de Suecia destila esa belleza silenciosa, blanca y fría de la novela.
También está bien logrado, en su tristeza y fragilidad, el anciano y millonario tío, que quiere saber que pasó con su sobrina desaparecida y posiblemente asesinada, hace 36 años.
Y sobre todo Lisbeth Salander, oscura, no sólo de ropas, joven y de una inteligencia superior. Una flaca gótica, rayana en la anoréxia, tatuada, que irradia con su mirada la inmensa desconfianza que siente frente a los hombres.
Una historia que te lleva a los secretos de una familia poderosa, en un argumento lleno de asesinatos, perversiones sexuales, engaños financieros, pasiones y odios xenofóbico. Y también, una cierta frágil y dulce historia de amor entre Lisbeth y Mikael Blomkvist, el periodista detective.
Ahora anuncian en los cines santiaguinos la segunda parte de la trilogía. Creo que esta vez me arrellanaré en la butaca con menos desconfianza.
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