Columnas del fin de semana
Más allá de cuáles sean nuestras preferencias u opiniones,
la huelga o paralización de actividades no es una posibilidad, y menos un
derecho, para los trabajadores de aquellos organismos públicos que componen la
administración del Estado. Dada la especial función que desempeñan, el
constituyente nunca consideró tal opción. De esa forma, y por definición, todo
paro es ilegal e incumple las obligaciones que dichos funcionarios tienen para
con el servicio o repartición donde trabajan.
Entonces, ¿por qué le resulta tan difícil al Gobierno
primero, y a la Contraloría y los Tribunales de Justicia después, hacer cumplir
el Estado de Derecho aplicando las respectivas sanciones, las que van desde los
descuentos por días no trabajados hasta la remoción de sus cargos? Todas las
razones están de algún modo conectadas a cierta culpa y complicidad que
arrastran las autoridades y trabajadores del sector público.
Primero, porque es efectivo que el Estado en general, y los
gobiernos en particular, han demostrado ser un pésimo empleador: vulnerando
muchas veces la carrera funcionaria; realizando evaluaciones arbitrarias;
alentando la excesiva contratación a honorarios, ausente de las básicas
prestaciones de salud y seguridad social; o incluso persiguiendo políticamente
a aquellos funcionarios que no comulgan con las ideas políticas de turno.
Segundo, porque los trabajadores del sector público ya
internalizaron un libreto, por todos conocidos, y que despliega el Gobierno
cada vez que se suscitan estos conflictos: proclamar que no habrá negociación
mientras se mantengan las medidas de presión; advertir sobre las posteriores y
drásticas consecuencias; llamar a la razonabilidad invocando los perjuicios que
se causan a la población; para finalmente sentarse a conversar en la mitad del
paro, cediendo a varias de las reivindicaciones y siempre resolviendo que no
habrá sanciones futuras.
Tercero, porque pese a los enormes perjuicios para la
población, a los gobiernos les ha faltado el coraje para revertir esa máxima de
que el interés de pocos, pero intensamente perseguido, será siempre más
influyente y efectivo que el bienestar general, por definición más débil y
difuso. Y aunque cada vez que se repite este libreto se hace más improbable
poder corregir en el futuro, siempre se sucumbe a la tentación de postergar las
decisiones difíciles y los costos aparejados.
Cuarto, porque aunque moleste a varios que se diga, nuestro
servicio público se ha deteriorado enormemente, y para qué decir a nivel
dirigencial, todos quienes olvidan los importantes privilegios y prebendas que
tienen en comparación con la gran mayoría de los trabajadores del país; que han
obstaculizado e impedido las exigencias para contar con mejores profesionales,
lo que redundaría en una atención más digna y eficaz; ganándose hoy además el
desprecio de aquellos ciudadanos a los que deben servir, quienes se sienten
profundamente defraudados y humillados.
Ya veremos qué ocurre en esta ocasión.
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