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lunes, 2 de noviembre de 2015

Columnas del fin de semana

REGISTRO CIVIL

Por Jorge Navarrete

Más allá de cuáles sean nuestras preferencias u opiniones, la huelga o paralización de actividades no es una posibilidad, y menos un derecho, para los trabajadores de aquellos organismos públicos que componen la administración del Estado. Dada la especial función que desempeñan, el constituyente nunca consideró tal opción. De esa forma, y por definición, todo paro es ilegal e incumple las obligaciones que dichos funcionarios tienen para con el servicio o repartición donde trabajan.

Entonces, ¿por qué le resulta tan difícil al Gobierno primero, y a la Contraloría y los Tribunales de Justicia después, hacer cumplir el Estado de Derecho aplicando las respectivas sanciones, las que van desde los descuentos por días no trabajados hasta la remoción de sus cargos? Todas las razones están de algún modo conectadas a cierta culpa y complicidad que arrastran las autoridades y trabajadores del sector público.

Primero, porque es efectivo que el Estado en general, y los gobiernos en particular, han demostrado ser un pésimo empleador: vulnerando muchas veces la carrera funcionaria; realizando evaluaciones arbitrarias; alentando la excesiva contratación a honorarios, ausente de las básicas prestaciones de salud y seguridad social; o incluso persiguiendo políticamente a aquellos funcionarios que no comulgan con las ideas políticas de turno.

Segundo, porque los trabajadores del sector público ya internalizaron un libreto, por todos conocidos, y que despliega el Gobierno cada vez que se suscitan estos conflictos: proclamar que no habrá negociación mientras se mantengan las medidas de presión; advertir sobre las posteriores y drásticas consecuencias; llamar a la razonabilidad invocando los perjuicios que se causan a la población; para finalmente sentarse a conversar en la mitad del paro, cediendo a varias de las reivindicaciones y siempre resolviendo que no habrá sanciones futuras.

Tercero, porque pese a los enormes perjuicios para la población, a los gobiernos les ha faltado el coraje para revertir esa máxima de que el interés de pocos, pero intensamente perseguido, será siempre más influyente y efectivo que el bienestar general, por definición más débil y difuso. Y aunque cada vez que se repite este libreto se hace más improbable poder corregir en el futuro, siempre se sucumbe a la tentación de postergar las decisiones difíciles y los costos aparejados.

Cuarto, porque aunque moleste a varios que se diga, nuestro servicio público se ha deteriorado enormemente, y para qué decir a nivel dirigencial, todos quienes olvidan los importantes privilegios y prebendas que tienen en comparación con la gran mayoría de los trabajadores del país; que han obstaculizado e impedido las exigencias para contar con mejores profesionales, lo que redundaría en una atención más digna y eficaz; ganándose hoy además el desprecio de aquellos ciudadanos a los que deben servir, quienes se sienten profundamente defraudados y humillados.


Ya veremos qué ocurre en esta ocasión.

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