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lunes, 2 de noviembre de 2015

Columnas del fin de semana
La utopía del Presidencialismo
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Por Carlos Donoso

La historiografía  nacional ha construido una auténtica leyenda negra en torno al sistema parlamentario como modelo de gobierno. Aunque es efectivo que tras el triunfo del bando congresista en la Revolución de 1891 el juego político en torno a la administración del Estado redujo la autoridad del Primer Mandatario a niveles casi simbólicos, las llamadas “prácticas” se remontan a las décadas que precedieron la Guerra Civil, e incluso se replican en la actualidad.
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Las interpelaciones parlamentarias, los casos reiterados de corrupción y falta de probidad, las malas prácticas electorales, los chantajes y las rotativas ministeriales, sin duda definieron el Parlamentarismo hasta 1925, pero también puede ser visto como un mecanismo tradicional de hacer y entender la política en el país.
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Asumiendo, no obstante, que el juicio histórico recae sobre un poder Legislativo, cuestionado desde su creación en 1811, imaginar una reforma que aumente constitucionalmente su poder parece utópico. Así, la alternativa de un régimen parlamentario o semiparlamentario resulta inviable.
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Lo que resulta paradójico, sin embargo, es que el régimen presidencial sea, por descarte, la única opción válida de gobierno, aun cuando las grandes crisis institucionales del siglo XX se asocien, precisamente, a la figura del Presidente (con los conglomerados que lo apoyan) y el ejercicio tan unilineal como excluyente del poder.
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Como una continuidad en el tiempo, pareciera ser que el problema no pasa por un modelo presidencial en sí, sino cómo se ha organizado la administración del Estado, a partir de su vigencia. Desde inicios de la República (y principalmente después de la conquista del salitre) han sido reiteradas las denuncias respecto a la sobredotación de funcionarios públicos en cargos prescindibles, a los gastos superfluos que carecen de fiscalización adecuada y la ambigua configuración administrativa del territorio, entre otros casos, que responden prioritariamente a decisiones del Ejecutivo.
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El problema, finalmente, no pasa porque el Presidente -increíblemente- todavía conserve las mismas funciones que las establecidas en las Constituciones de 1818, 1822 o 1833, sino en que no existe una voluntad de renovarlas, atendiendo el giro que desde entonces ha experimentado el país.
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Más que reducir el tamaño del Estado, crear un sistema legislativo reducido y unicameral, o innovar con un Jefe de Gobierno con atribuciones autónomas del ejercicio de la Presidencia, Chile quizá requiere implementar medidas más concretas y modernizar el sistema presidencial actual.
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Un avance sería, a mi juicio, analizar y juzgar penalmente, si viene al caso, los resultados de un gobierno saliente en relación al programa propuesto en campaña, como un modo de frenar el abismo que ha existido entre lo que se ofrece y las realizaciones efectivas de quien deja el cargo. Las consecuencias de esto se podrían resumir en tres puntos. Primero, las ofertas de campaña se ajustarían a las posibilidades fiscales de concretarlas. Segundo, serviría para contener la recurrente demagogia de períodos electorales, limitándola con resguardos punibles al asignar responsabilidades individuales o colectivas, ante situaciones irrefutables. Tercero, reforzaría la cultura cívica del electorado, a partir de la renovación de una clase política, que asumiría la responsabilidad del servicio público.
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Lo anterior, claro está, implica consenso y negociaciones, pero a la vez autocríticas. ¿El sistema político actuando como juez y parte de su propia reforma? Pese a esto, creo que con el sistema actual es mucho más probable en Chile implementar un régimen monárquico que introducir cambios que afecten el establishment.

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