OPINIÓN-CARLOS PEÑA-EDUCACIÓN-KRADIARIO
EL PARO DE LOS PROFESORES
Por Carlos Peña (*)
El Colegio de Profesores ya cumple casi un mes
en paro. Y la educación pública -o mejor aún, municipalizada- se devalúa día a
día. Y las familias, las más pobres, que sin opción han confiado a ella sus
hijos, están padeciendo un grave perjuicio ¿Quién es el responsable de esto?
Si la forma que los profesores han elegido para promover su
punto de vista es legítima, entonces ellos no son responsables de ese desastre.
Pero si la paralización que llevan adelante no goza de legitimidad, entonces
ellos son los responsables.
La pregunta entonces es obvia: ¿es legítimo o no el paro de
los profesores?
Una democracia debe, por supuesto, admitir la protesta. La
protesta es la manera que tiene la ciudadanía, especialmente las minorías que
no alcanzan la representación política, de criticar a la autoridad y hacer
presente sus puntos de vista. Mirada así, la protesta es indispensable en el
funcionamiento de una sociedad abierta. Sin ella la crítica menguaría, el poder
arriesgaría el peligro de no experimentar límites y los grupos sociales
minoritarios o débiles estarían condenados al silencio.
Si además la voluntad de protestar ha sido acordada por la
mayoría de un grupo luego de una deliberación racional -es decir, si la
protesta no es una simple reacción emocional o carnavalesca-, entonces la
legitimidad es todavía más vigorosa.
Desgraciadamente, el Colegio de Profesores no está
ejerciendo el derecho a la protesta: está ejecutando algo parecido a una
extorsión.
La protesta consiste en hacer valer un punto de vista
crítico de la autoridad o de alguna política pública, mediante diversas formas
expresivas. Constituye, en esencia, una forma de ejercer la libertad de
expresión, uno de los derechos fundamentales de cualquier sociedad. Pero entre
esas formas expresivas no se encuentra el sacrificio flagrante e intenso de los
derechos de terceros. Nadie puede protestar o efectuar críticas a la autoridad
sacrificando para ello los intereses primordiales de un tercero que no
consintió. Todos comprenden la valentía que subyace a la desobediencia civil,
porque en ella el desobediente -él, no un tercero- arriesga una pena o sanción
por desacatar una regla. Es también fácil comprender el sacrificio propio -como
el que se ejecuta en una huelga de hambre- para hacer presente intereses que,
de otra forma, serían olvidados. Más fácil todavía es entender la objeción de
conciencia, la decisión de ser fiel a sí mismo aun al precio de incumplir la
ley.
Pero, ¿qué legitimidad puede esgrimir la decisión de
lesionar los derechos de miles de niños, ya suficientemente desaventajados, no
para hacer presente un punto de vista, sino para imponerlo?
Ninguna.
Los profesores están confundiendo la legitimidad de sus
puntos de vista con la legitimidad de los medios con que los promueven. Una
cosa es tener razones en favor de una decisión, otra es creer que cualquier
acto para imponerla es correcta. Una cosa es tener intereses legítimos que
promover, otra es promoverlos sacrificando el interés de terceros. Una cosa es
no estar de acuerdo con un proyecto de ley, otra creer que él debe contar con
la anuencia de los afectados para poder tramitarse. Una cosa es discrepar del
ministro Eyzaguirre, otra es extorsionarlo con los alumnos para torcer su
voluntad. Una cosa es creer que las organizaciones sociales tienen derecho a
plantear sus puntos de vista, otra cosa es creer que tienen el derecho de
imponerse al Congreso y al Gobierno.
El derecho a la protesta casi siempre supone
-inevitablemente- afectar la vida cotidiana de terceros. Pero se trata de
consecuencias que no se esgrimen ni persiguen, y los intereses que se afectan
son casi siempre triviales. Quienes convocan a una marcha entorpecen el
tránsito, pero no pretenden poner a la autoridad en la disyuntiva de aceptar
sus pretensiones o sacrificar el derecho de terceros a transitar libremente.
Los profesores, en cambio, han expresado una voluntad inequívoca: o se retira
el proyecto de ley que juzgan injusto o los alumnos no recibirán clases.
(*) - El autor es columnista estable de El Mercurio
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