Por Felipe Portales
El Concilio Vaticano II significó una vuelta al espíritu evangélico original de la Iglesia Católica, en materias doctrinales.
Luego de muchos siglos de contubernio con poderes políticos autoritarios, que la llevaron a sacralizar estructuras opresivas e injustas, y a desarrollar formas extremas de intolerancia; el fin de los Estados Pontificios y la separación de la Iglesia del Estado en los países de mayoría católica condicionaron la revalorización de la fraternidad universal y del respeto de los derechos y la dignidad de las personas como criterios éticos fundamentales de la Iglesia.
Sin embargo, dicho Concilio dejó virtualmente intocada la estructura absolutista medieval en su interior, con todas las consecuencias culturales imaginables. Aquí podemos encontrar la razón última de que pudiesen proliferar y encubrirse por décadas conductas pederastas en contra de miles de niños por parte de altas autoridades eclesiásticas. Y que los esfuerzos realizados por numerosos laicos y autoridades de la misma Iglesia para evitar lo anterior fueran completamente infructuosos.
En el caso de las perversiones del sacerdote Fernando Karadima, hemos sabido que por años fueron inútiles las denuncias de varias de sus víctimas, e incluso de sacerdotes como Juan Díaz y Percival Cowley y -queremos creer- del propio obispo auxiliar de Santiago de la época, monseñor Ricardo Ezzati. Primó la indolencia (¿criminal?) del entonces cardenal Francisco Javier Errázuriz. Lo mismo vimos en el caso de los abusos reiterados del fundador de los “Legionarios de Cristo”, Marcial Maciel. En este caso, de acuerdo a lo que se ha sabido, ¡los esfuerzos hechos por el propio Prefecto de la Congregación de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger, para procesar a Maciel se estrellaron en contra de la tozuda oposición (¿criminal?) de Juan Pablo II!
Contrastan dichas actitudes (así como las que se han visto en Estados Unidos, Irlanda, Bélgica, Austria, etc.) con las duras denuncias expresadas por Jesucristo respecto al daño a los niños: “Pero si alguien hace caer en pecado a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le sería que le amarraran al cuello una piedra de molino y lo tiraran al mar”. (Mateo 18; 6)
Por tanto es muy valorable la expedita investigación y sanción efectuada recientemente por el Vaticano en contra del abusador Karadima. Sin embargo, si queremos realmente alcanzar la verdad en estas materias –por dura que sea- no puede quedar en la penumbra un caso mucho más grave aún: el del obispo Francisco José Cox. Este, luego de ser obispo de Chillán, fue “ascendido” en 1981 a un alto cargo en la Curia romana (Secretario del Consejo Pontificio para la Familia) para ser posteriormente “degradado” a obispo auxiliar de La Serena en 1985 y suceder a Bernardino Piñera como su obispo titular en 1990. Luego, en 1997, fue separado de su cargo y designado presidente de la Comisión Nacional del Jubileo (organismo temporal y menor de la Iglesia, en vista al nuevo milenio) hasta 1999, para posteriormente asumir un cargo menor en el CELAM (Comisión Episcopal Latinoamericana) en Colombia. Por cierto, un itinerario episcopal completamente anómalo.
La explicación de todo lo anterior vendría en noviembre de 2002, cuando La Nación y La Tercera publicaron que en los 90 fue vox populi en La Serena que el obispo Cox abusaba habitualmente de menores y que incluso las primeras denuncias en tal sentido llegaron a la Conferencia Episcopal en 1992, no siendo nunca investigadas. Como reacción a las publicaciones periodísticas, monseñor Errázuriz declaró que Cox se había recluido ya voluntariamente en un convento colombiano dada sus “conductas impropias” producto de una “afectuosidad un tanto exuberante” que tenía especialmente con los niños. Es decir, no ha habido nunca una investigación ni menos una sanción por los reiterados crímenes que, todo indica, cometió durante años el obispo Francisco José Cox.
Naturalmente que un cambio condigno de las actuaciones de las jerarquías chilenas y vaticanas requerirían una profunda investigación del “caso Cox”; así como una paralización del proceso de canonización de Juan Pablo II, para efectuar una debida investigación del conjunto de su pontificado respecto de estas gravísimas materias. De otra forma, lo que se está haciendo pecaría de completamente insuficiente y no permitiría una real purificación de nuestra Iglesia.
Pero ciertamente que la solución de fondo pasa por una erradicación de las estructuras medievales absolutistas que aún imperan en la Iglesia Católica. En su interior, la omnipotencia de sus máximas autoridades no permite que se exprese un auténtico espíritu democrático y fraternal; y, por cierto, generan una profunda corrupción. Como lo señaló el célebre pensador católico inglés, Lord Acton: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Y dicha omnipotencia tampoco permite que se haga efectivo el mensaje de Jesús: “No se dejen llamar Maestro, porque un solo Maestro tienen ustedes, y todos ustedes son hermanos. Tampoco deben decirle Padre a nadie en la tierra, porque un solo Padre tienen: el que está en el cielo. Ni deben hacerse llamar jefes, porque para ustedes Cristo es el jefe único. Que el más grande de ustedes se haga servidor de los demás. Porque el que se hace grande será rebajado, y el que se humilla será engrandecido”. (Mateo 23; 8-12)
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