Por Danilo Arbilla
El pasado martes 22 (marzo), Gloria Constanza Gaona Rangel fue asesinada con cinco balazos. Tenía 39 años, era madre de dos hijos, de 15 y 6. A los que ordenaron que la mataran eso les importaba muy poco.
Gloria Gaona era jueza; era la titular del Juzgado Penal Especializado de Saravena, en el departamento de Arauca (Colombia), fronterizo con Venezuela. Por esto fue que mandaron matarla: tenía en sus manos varios procesos por rebelión contra miembros de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional y otros grupos armados ilegales y últimamente un caso por violación y posterior asesinato de tres hermanos menores contra un grupo de militares. En cada una de estas carátulas hay que buscar los asesinos.
Sobre el motivo no hay dudas: conseguir impunidad. Ese fue el objetivo de quienes mataron a la jueza Gaona Rangel. Pero su crimen no termina con la injusta y brutal muerte de la magistrada, sino que ese es el principio de un mensaje siniestro cuyo efecto, en la concepción de esas mentes turbias y enfermas, pretende ser multiplicante. Se mata al juez para que no ejerza justicia, para que no cumpla con su función, pero a la vez se le envía una severa amenaza al resto de la judicatura, para que sepa cuáles son “los riesgos” a que se someten jueces y fiscales que hacen honor a sus juramentos. Matan y amenazan para generar miedo y quebrar al sistema Judicial y como consecuencia derivada y final, se priva a la sociedad de esa garantía máxima que es su última reserva para el amparo de sus derechos y libertades.
Algunas cifras confirman esta siniestra conducta y sus bastardos fines, desde 1989 se registran por lo menos 700 amenazas contra jueces y fiscales y el asesinato de 287 funcionarios judiciales. En los últimos cuatro años han sido asesinados cinco jueces.
Algo parecido a lo que pasa con los jueces ocurre con los periodistas. Cuando se asesina a un periodista, quitarle la vida es el principio del mensaje, a partir de ahí, lo que buscan sus asesinos es que el resto de su colegas se autocensuren y que como resultado final la sociedad no sea informada.
Esto resulta curioso, sobre todo porque la mayoría de las veces jueces y periodistas como que se miran de reojo. Y no debería ser así. Es cierto que los tiempos de cada profesión –las urgencias del periodista de dar la información al momento que se conocen los hechos y las necesidades judiciales de actuar con prudencia y reserva para el éxito de las investigaciones- provocan roces, pero de todas formas son parte del buen conflicto democrático, que siempre debería ser llevadero.
Unos y otros deberían estar atentos a lo que apuntan dictadores, totalitarios y el crimen organizado: la información y a la jus-ticia. Dados los riesgos no convendría que jueces y periodistas, naturales custodios de esos bienes se distrajeran peleando entre sí por cuestiones menores.
El Comercio de Quito
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