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sábado, 2 de abril de 2011

Matando jueces para lograr impunidad

Por Danilo Arbilla

El pasado martes 22 (marzo), Gloria Constanza Gaona Rangel fue asesinada con cinco balazos. Tenía 39 años, era madre de dos hijos, de 15 y 6. A los que ordenaron que la mataran eso les importaba muy poco.

Gloria Gaona era jueza; era la titular del Juzgado Penal Especializado de Saravena, en el departamento de Arauca (Colombia), fronterizo con Venezuela. Por esto fue que mandaron matarla: tenía en sus manos varios procesos por rebelión contra miembros de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional y otros grupos armados ilegales y últimamente un caso por violación y posterior asesinato de tres hermanos menores contra un grupo de militares. En cada una de estas carátulas hay que buscar los asesinos.

Sobre el motivo no hay dudas: conseguir impunidad. Ese fue el objetivo de quienes mataron a la jueza Gaona Rangel. Pero su crimen no termina con la injusta y brutal muerte de la magistrada, sino que ese es el principio de un mensaje siniestro cuyo efecto, en la concepción de esas mentes turbias y enfermas, pretende ser multiplicante. Se mata al juez para que no ejerza justicia, para que no cumpla con su función, pero a la vez se le envía una severa amenaza al resto de la judicatura, para que sepa cuáles son “los riesgos” a que se someten jueces y fiscales que hacen honor a sus juramentos. Matan y amenazan para generar miedo y quebrar al sistema Judicial y como consecuencia derivada y final, se priva a la sociedad de esa garantía máxima que es su última reserva para el amparo de sus derechos y libertades.

Algunas cifras confirman esta siniestra conducta y sus bastardos fines, desde 1989 se registran por lo menos 700 amenazas contra jueces y fiscales y el asesinato de 287 funcionarios judiciales. En los últimos cuatro años han sido asesinados cinco jueces.

Algo parecido a lo que pasa con los jueces ocurre con los periodistas. Cuando se asesina a un periodista, quitarle la vida es el principio del mensaje, a partir de ahí, lo que buscan sus asesinos es que el resto de su colegas se autocensuren y que como resultado final la sociedad no sea informada.

Esto resulta curioso, sobre todo porque la mayoría de las veces jueces y periodistas como que se miran de reojo. Y no debería ser así. Es cierto que los tiempos de cada profesión –las urgencias del periodista de dar la información al momento que se conocen los hechos y las necesidades judiciales de actuar con prudencia y reserva para el éxito de las investigaciones- provocan roces, pero de todas formas son parte del buen conflicto democrático, que siempre debería ser llevadero.

Unos y otros deberían estar atentos a lo que apuntan dictadores, totalitarios y el crimen organizado: la información y a la jus-ticia. Dados los riesgos no convendría que jueces y periodistas, naturales custodios de esos bienes se distrajeran peleando entre sí por cuestiones menores.

El Comercio de Quito

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