Para la mentira, ni una sola palabra. Nada. Ni en el texto de la renuncia de la ex intendenta, ni en la aceptación por parte del ministro del Interior.
Es decir: mentir no es nada. Engañar al Gobierno tampoco. Puede llegar a ser un chiste, eso sí. Pero nada más. No importa. Son detalles insignificantes. Esto lo saben muy bien los funcionarios de confianza de este Gobierno, incluyendo como es lógico al actual Presidente de la República.
¿En qué país vivimos?
La ex intendenta de Biobío Jacqueline van Ryselbergue anuncia que está tomando una de las decisiones “más difíciles de su vida”, pero espera que tras su renuncia “vuelva la unión” a la Coalición por el Cambio. El ministro, por su parte, dice que el gobierno, junto con aceptar dicha renuncia, quiere agradecer “el gesto grande” que ha tenido la intendenta, y agrega que ella es valiente, de un tremendo coraje, solidaria y que trabaja inquebrantablemente “por la gente más afectada”.
¿Y la mentira, la verdadera razón de su renuncia, la altanería y la división en sus propias filas, generada por los actos y los dichos de una funcionaria pública, como tantas otras, pero que llevó al gobierno de sus afectos a un callejón sin salida? Para ello no hay ninguna alusión.
Qué distinto hubiera sido que el gobierno hubiera reconocido, aunque fuera tardíamente, las cosas como son. Que hubiera dicho que se aceptaba la renuncia de esa funcionaria porque ningún servidor público puede darse el lujo de intentar engañar al poder central, de utilizar el dinero del Estado para favorecer a sus amigos o a las nanas propias o de sus amigos; ni tampoco conceder privilegios extendidos por el gobierno para las personas afectadas por un terremoto brutal, a gente que no califica para ello.
En vez de eso, se alaba a la renunciante, es decir a la engañadora y mentirosa.
Vivimos en un país de fantasía.
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