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miércoles, 17 de diciembre de 2014

GOBIERNO
UNA MONARQUÍA CONSTITUCIONAL

Por Santiago Escobar (*)



La política, en cambio, es arte y talento, no conocimiento aplicado, y consiste en la construcción eficiente de soluciones en las más diversas circunstancias, negativas o positivas. El tipo de régimen político que tiene Chile radica esta tarea en La Moneda. Allí no hay ministerios técnicos. Todo es política y las orientaciones que de ese lugar salen, debieran mostrar de qué manera el poder usa o controla el arsenal de recursos y variables negativas que enfrenta.

Lo apreciado en el primer año de gobierno es el rápido deterioro de los principales activos del oficialismo. No solo la descapitalización de la figura presidencial, sino la apreciación del gobierno en su conjunto, como algo unipersonal y desorientado. Sus principales temas: reforma tributaria, educación y nueva Constitución han perdido aceptación social, básicamente por el diseño comunicacional poco fino y la forma en que han sido puestos en la agenda pública. La ciudadanía se ve desconcertada y desconfiada de sus contenidos.

La Nueva Mayoría se ha quedado en la esencia de una mera coalición electoral y las tensiones internas –inevitables en la diversidad– no van acompañadas de un menú de acuerdo que le brinden imagen de coherencia. Tampoco se puede decir que tiene un sistema articulado de entendimiento con el Gobierno, con lo cual su principal activo se ve poroso.

La pregunta sincera es si el problema es la Presidenta y su talante para ejercer el Gobierno. Hay que interrogarse sobre el fondo de los asuntos y, para corregir el curso actual, cambiar a la ministra de Desarrollo Social o a la de Salud o, incluso, a Ximena Rincón, no hará variar de manera significativa el escenario. No hay equipo político en La Moneda porque hay manejo unipersonal de poder, sin compromiso de coalición. Da lo mismo si ello se debe a talante o vocación de caudillo. El resultado no es la causa, pero este afecta a la cosa pública.

Si Chile fuera una monarquía constitucional, el ministro del Interior sería Jefe de Gobierno, y para ejercer su cargo necesitaría, además del mandato del monarca, el voto de confianza de la mayoría parlamentaria. Como es un Estado unitario, centralizado y presidencialista en extremo, es un jefe por protocolo, sin ninguna responsabilidad por el título y solo con mandato de su jefa directa, la Presidenta.

Tampoco existe una Vicepresidencia de la República para reemplazar al jefe de Estado cuando se ausenta. Nominalmente el cargo, cuando aparece en pauta, se ocupa por precedencia legal, pero todo de manera transitoria.

En una monarquía constitucional, y normalmente en cualquier democracia en forma, el manejo de los tiempos legislativos es un tema que concierne exclusivamente al Congreso o, en casos calificados, a un impulso compartido entre Ejecutivo y Legislativo. La labor del ministro encargado de las relaciones con el Parlamento es lograr impulsos legislativos eficientes, lo que implica un cabildeo permanente con las bancadas parlamentarias, además de un esfuerzo técnico prelegislativo para generar el consenso social y político de base, que hace viables las iniciativas de ley.

Hasta hoy, frente a cada problema, La Moneda responde con una idea de legislar. Se anuncia y se le pone plazo y después se desarrolla. Es común ver en las metas gubernamentales el envío de tal o cual proyecto de ley. Poco importa la calidad. Responder temas como la seguridad ciudadana con proyectos de ley implica un extravío inexcusable, originado en una visión política que genera deficiencias técnicas y operativas.

La corrección de la mala ejecución política del Gobierno es, por lo tanto, un problema directo de la Presidencia de la República. Pero si esta no desea cambiar, no habrá cambio, y punto.

En tales circunstancias, el régimen político en que nos movemos carece de incentivos de función y responsabilidad, incluso para la mayoría oficialista. Esta no tiene mecanismos para ser escuchada o ser parte de las decisiones si en Palacio no lo desean. A su vez, las minorías opositoras no tienen cabida en el proceso gubernamental, pues tampoco existen mecanismos que generen procesos políticos institucionalizados de cooperación y control, creativos y útiles para el proceso gubernamental, fuera de la arena política parlamentaria. No hay un solo mecanismo, institución o idea en la Constitución que permita pensar en actividad cooperativa respecto del Gobierno y el ejercicio del poder, excepto la buena voluntad o las relaciones de intereses.

De ahí que el clientelismo generado con la administración es el combustible que disciplina a los adherentes e incita a los opositores. En dictadura era la fuerza, las prebendas y el miedo.

Las oportunidades económicas valen para todos, pues la renta oculta que el Estado entrega tanto a empresarios con sus decisiones no tiene mucha distancia de la notoriedad que da a altos funcionarios de la administración pública para seguir en la política o los negocios. De esa relación nace un bloque de ejercicio de poder y Gobierno que puede incluso autonomizarse y evitar el control público, parte sustancial del desprestigio actual de la política.

En medio del ruido comunicacional de la política, se han escuchado argumentos de que el mandato presidencial de cuatro años es muy corto. Una opinión a considerar es la inversa: que dada la circunstancia del presidencialismo extremo y de la falta de mecanismos de responsabilidad y control incluso respecto de los propios adherentes, es mejor dejar las cosas como están. Sobre todo, porque un período corto de ejercicio de poder, con las actuales competencias presidenciales, no crea prerrogativas de Gobierno propias de una monarquía autoritaria. Aunque, si se piensa bien, todavía el país podría estar mejor y más sincerado con una de ellas.

(*) Abogado y Cientista Político - Tomado de El Mostrador
  

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