GOBIERNO
UNA MONARQUÍA CONSTITUCIONAL
Por Santiago Escobar (*)
La política, en cambio, es arte y talento, no conocimiento
aplicado, y consiste en la construcción eficiente de soluciones en las más
diversas circunstancias, negativas o positivas. El tipo de régimen político que
tiene Chile radica esta tarea en La Moneda. Allí no hay ministerios técnicos.
Todo es política y las orientaciones que de ese lugar salen, debieran mostrar
de qué manera el poder usa o controla el arsenal de recursos y variables
negativas que enfrenta.
Lo apreciado en el primer año de gobierno es el rápido
deterioro de los principales activos del oficialismo. No solo la
descapitalización de la figura presidencial, sino la apreciación del gobierno
en su conjunto, como algo unipersonal y desorientado. Sus principales temas:
reforma tributaria, educación y nueva Constitución han perdido aceptación
social, básicamente por el diseño comunicacional poco fino y la forma en que
han sido puestos en la agenda pública. La ciudadanía se ve desconcertada y
desconfiada de sus contenidos.
La Nueva Mayoría se ha quedado en la esencia de una mera
coalición electoral y las tensiones internas –inevitables en la diversidad– no
van acompañadas de un menú de acuerdo que le brinden imagen de coherencia.
Tampoco se puede decir que tiene un sistema articulado de entendimiento con el
Gobierno, con lo cual su principal activo se ve poroso.
La pregunta sincera es si el problema es la Presidenta y su
talante para ejercer el Gobierno. Hay que interrogarse sobre el fondo de los
asuntos y, para corregir el curso actual, cambiar a la ministra de Desarrollo
Social o a la de Salud o, incluso, a Ximena Rincón, no hará variar de manera
significativa el escenario. No hay equipo político en La Moneda porque hay
manejo unipersonal de poder, sin compromiso de coalición. Da lo mismo si ello se
debe a talante o vocación de caudillo. El resultado no es la causa, pero este
afecta a la cosa pública.
Si Chile fuera una monarquía constitucional, el ministro del
Interior sería Jefe de Gobierno, y para ejercer su cargo necesitaría, además
del mandato del monarca, el voto de confianza de la mayoría parlamentaria. Como
es un Estado unitario, centralizado y presidencialista en extremo, es un jefe
por protocolo, sin ninguna responsabilidad por el título y solo con mandato de
su jefa directa, la Presidenta.
Tampoco existe una Vicepresidencia de la República para
reemplazar al jefe de Estado cuando se ausenta. Nominalmente el cargo, cuando
aparece en pauta, se ocupa por precedencia legal, pero todo de manera
transitoria.
En una monarquía constitucional, y normalmente en cualquier
democracia en forma, el manejo de los tiempos legislativos es un tema que
concierne exclusivamente al Congreso o, en casos calificados, a un impulso
compartido entre Ejecutivo y Legislativo. La labor del ministro encargado de
las relaciones con el Parlamento es lograr impulsos legislativos eficientes, lo
que implica un cabildeo permanente con las bancadas parlamentarias, además de
un esfuerzo técnico prelegislativo para generar el consenso social y político
de base, que hace viables las iniciativas de ley.
Hasta hoy, frente a cada problema, La Moneda responde con
una idea de legislar. Se anuncia y se le pone plazo y después se desarrolla. Es
común ver en las metas gubernamentales el envío de tal o cual proyecto de ley.
Poco importa la calidad. Responder temas como la seguridad ciudadana con
proyectos de ley implica un extravío inexcusable, originado en una visión
política que genera deficiencias técnicas y operativas.
La corrección de la mala ejecución política del Gobierno es,
por lo tanto, un problema directo de la Presidencia de la República. Pero si
esta no desea cambiar, no habrá cambio, y punto.
En tales circunstancias, el régimen político en que nos
movemos carece de incentivos de función y responsabilidad, incluso para la
mayoría oficialista. Esta no tiene mecanismos para ser escuchada o ser parte de
las decisiones si en Palacio no lo desean. A su vez, las minorías opositoras no
tienen cabida en el proceso gubernamental, pues tampoco existen mecanismos que
generen procesos políticos institucionalizados de cooperación y control,
creativos y útiles para el proceso gubernamental, fuera de la arena política
parlamentaria. No hay un solo mecanismo, institución o idea en la Constitución
que permita pensar en actividad cooperativa respecto del Gobierno y el
ejercicio del poder, excepto la buena voluntad o las relaciones de intereses.
De ahí que el clientelismo generado con la administración es
el combustible que disciplina a los adherentes e incita a los opositores. En
dictadura era la fuerza, las prebendas y el miedo.
Las oportunidades económicas valen para todos, pues la renta
oculta que el Estado entrega tanto a empresarios con sus decisiones no tiene
mucha distancia de la notoriedad que da a altos funcionarios de la
administración pública para seguir en la política o los negocios. De esa
relación nace un bloque de ejercicio de poder y Gobierno que puede incluso
autonomizarse y evitar el control público, parte sustancial del desprestigio
actual de la política.
En medio del ruido comunicacional de la política, se han
escuchado argumentos de que el mandato presidencial de cuatro años es muy
corto. Una opinión a considerar es la inversa: que dada la circunstancia del
presidencialismo extremo y de la falta de mecanismos de responsabilidad y
control incluso respecto de los propios adherentes, es mejor dejar las cosas
como están. Sobre todo, porque un período corto de ejercicio de poder, con las
actuales competencias presidenciales, no crea prerrogativas de Gobierno propias
de una monarquía autoritaria. Aunque, si se piensa bien, todavía el país podría
estar mejor y más sincerado con una de ellas.
(*) Abogado y Cientista Político - Tomado de El Mostrador
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