EDUCACIÓN
EL INCREMENTO DE LOS ARANCELES UNIVERSITARIOS
Uno de los rasgos menos comprendidos de la educación superior lo constituye lo que podríamos llamar la economía política del sistema: sus condiciones materiales de existencia.
Todas las universidades -pero en especial las creadas luego
de 1981, que carecen de financiamiento público directo- deben financiarse con
los aranceles que pagan sus estudiantes. Esos aranceles financian las
comunidades académicas, la docencia, la investigación, la infraestructura
física y las diversas actividades de vinculación con el medio que las universidades
realizan.
Con alguna excepción de aquellas universidades que reciben
donaciones de particulares o aportes directos del Estado, esta es la realidad
de las instituciones universitarias en Chile. Y esto es lo que justifica la
decisión de prácticamente todas las instituciones, estatales o no,
pertenecientes al CRUCh o ajenas a él, de al menos mantener el valor de sus
aranceles, reajustándolos en base a la variación del IPC.
Lo anterior, vale la pena insistir, deriva del hecho de que,
en general, los costos de las universidades, que se concentran mayoritariamente
en sus recursos humanos, se encuentran indexados a la variación que experimente
el IPC. Esta circunstancia, por supuesto, no exime a las universidades de hacer
esfuerzos para no encarecer sus aranceles; pero ciertamente les impide
rebajarlos. Si lo hicieran, ello sería, tarde o temprano -no vale la pena
engañarse-, al costo de reducir sus plantas académicas, sus funcionarios o sus
proyectos de investigación.
Esa realidad -la realidad de las universidades chilenas-
choca hoy con las expectativas de gratuidad y, en cualquier caso, de menores
costos que el gobierno ha sembrado entre los estudiantes.
El resultado hasta ahora es el peor de todos: los
estudiantes se sienten defraudados en las expectativas de gratuidad que se
esparcieron entre ellos, y demandan entonces su cumplimiento, siquiera parcial,
a las instituciones a las que pertenecen. Pero estas son, justamente, las que
no pueden satisfacerlas. ¿Cómo podrían hacerlo sin disminuir sus plantas
académicas y deteriorar el conjunto de su quehacer? La situación afecta,
desgraciadamente, a las instituciones que han hecho más esfuerzos por hacer más
plural y diversa su población estudiantil. Y es que los sectores medios recién
incorporados a la educación superior son los que más resienten la
inconsistencia entre la gratuidad prometida por el Gobierno, por una parte, y
la realidad de la economía política de las instituciones de las que forman
parte, por la otra.
Las promesas de gratuidad han deteriorado la legitimidad del
cobro de aranceles sin que la economía política de las instituciones, estatales
o no, se haya modificado en lo más mínimo. Las instituciones parecen así
obligadas a soportar las frustraciones de sus estudiantes, sin tener ninguna
posibilidad de resolverlas.
Por supuesto que no está en las manos del Gobierno resolver
de una plumada esta situación, y quizá tampoco sería correcto o justo que lo
hiciera de manera uniforme y para todas las instituciones sin considerar su
índole estatal o no, sus niveles de transparencia o su complejidad; pero en
cualquier caso, el Gobierno no debiera desentenderse de los vientos que ha
sembrado al prometer gratuidad como si ello estuviera a la vuelta de la
esquina.
Una manera en que el Gobierno podría ponerse a la altura del
problema sería que explicara, siquiera en sus líneas básicas, de qué forma
satisfará la promesa de gratuidad que formuló. Así, se sustituiría una promesa
que es hasta ahora un rostro sin facciones, por una directriz de política pública
que ordenaría las expectativas y favorecería el escrutinio por parte de los
ciudadanos.
No hay nada peor en política que agitar las expectativas sin
preocuparse y sin explicar, como cosa previa, de cuándo, cómo y a qué ritmo
podrán satisfacerse. Los resultados de no hacerlo ya se están viendo en el
sistema universitario. Las promesas de gratuidad han deteriorado la legitimidad
del cobro de aranceles sin que la economía política de las instituciones,
estatales o no, se haya modificado en lo más mínimo. Las instituciones parecen
así obligadas a soportar las frustraciones de sus estudiantes, sin tener
ninguna posibilidad de resolverlas.
Se ha agregado, así, otra fuente de malestar en el sistema
universitario a la que ya existía. Un buen porcentaje de quienes hoy forman
parte de la educación superior esperaban encontrar en ella los bienes que
ofrecía cuando ellos estaban excluidos. Pero apenas accedieron, cayeron en la
cuenta de que los bienes que esperaban encontrar -prestigio y rentas- se habían
esfumado como consecuencia de la propia masificación. A esa fuente de
frustración -que explica buena parte de la molestia estudiantil- se ha agregado
ahora otra: esos bienes que, para remediar esa primera frustración, se
ofrecieron gratis o a menor costo siguen siendo financiados con la renta actual
o futura de los propios estudiantes.
La situación, desgraciadamente, no parece tener salida
inmediata. Y, en vez de ello, incrementará las manifestaciones y las quejas
que, alimentadas por las emociones y la frustración -dicho sea de paso, la
frustración suele alimentar las formas menos gratas del comportamiento humano-,
arriesgan el peligro de deteriorar la racionalidad y el diálogo, que son los
bienes que a las universidades, de cualquier índole o naturaleza, les
corresponde cultivar.
(*) Carta publicada en la edición de este viernes del diario El
Mercurio.
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