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viernes, 19 de diciembre de 2014

EDUCACIÓN
EL INCREMENTO DE LOS ARANCELES UNIVERSITARIOS

Por Carlos Peña (*)

Uno de los rasgos menos comprendidos de la educación superior lo constituye lo que podríamos llamar la economía política del sistema: sus condiciones materiales de existencia.

Todas las universidades -pero en especial las creadas luego de 1981, que carecen de financiamiento público directo- deben financiarse con los aranceles que pagan sus estudiantes. Esos aranceles financian las comunidades académicas, la docencia, la investigación, la infraestructura física y las diversas actividades de vinculación con el medio que las universidades realizan.

Con alguna excepción de aquellas universidades que reciben donaciones de particulares o aportes directos del Estado, esta es la realidad de las instituciones universitarias en Chile. Y esto es lo que justifica la decisión de prácticamente todas las instituciones, estatales o no, pertenecientes al CRUCh o ajenas a él, de al menos mantener el valor de sus aranceles, reajustándolos en base a la variación del IPC.

Lo anterior, vale la pena insistir, deriva del hecho de que, en general, los costos de las universidades, que se concentran mayoritariamente en sus recursos humanos, se encuentran indexados a la variación que experimente el IPC. Esta circunstancia, por supuesto, no exime a las universidades de hacer esfuerzos para no encarecer sus aranceles; pero ciertamente les impide rebajarlos. Si lo hicieran, ello sería, tarde o temprano -no vale la pena engañarse-, al costo de reducir sus plantas académicas, sus funcionarios o sus proyectos de investigación.

Esa realidad -la realidad de las universidades chilenas- choca hoy con las expectativas de gratuidad y, en cualquier caso, de menores costos que el gobierno ha sembrado entre los estudiantes.

El resultado hasta ahora es el peor de todos: los estudiantes se sienten defraudados en las expectativas de gratuidad que se esparcieron entre ellos, y demandan entonces su cumplimiento, siquiera parcial, a las instituciones a las que pertenecen. Pero estas son, justamente, las que no pueden satisfacerlas. ¿Cómo podrían hacerlo sin disminuir sus plantas académicas y deteriorar el conjunto de su quehacer? La situación afecta, desgraciadamente, a las instituciones que han hecho más esfuerzos por hacer más plural y diversa su población estudiantil. Y es que los sectores medios recién incorporados a la educación superior son los que más resienten la inconsistencia entre la gratuidad prometida por el Gobierno, por una parte, y la realidad de la economía política de las instituciones de las que forman parte, por la otra.

Las promesas de gratuidad han deteriorado la legitimidad del cobro de aranceles sin que la economía política de las instituciones, estatales o no, se haya modificado en lo más mínimo. Las instituciones parecen así obligadas a soportar las frustraciones de sus estudiantes, sin tener ninguna posibilidad de resolverlas.
Por supuesto que no está en las manos del Gobierno resolver de una plumada esta situación, y quizá tampoco sería correcto o justo que lo hiciera de manera uniforme y para todas las instituciones sin considerar su índole estatal o no, sus niveles de transparencia o su complejidad; pero en cualquier caso, el Gobierno no debiera desentenderse de los vientos que ha sembrado al prometer gratuidad como si ello estuviera a la vuelta de la esquina.

Una manera en que el Gobierno podría ponerse a la altura del problema sería que explicara, siquiera en sus líneas básicas, de qué forma satisfará la promesa de gratuidad que formuló. Así, se sustituiría una promesa que es hasta ahora un rostro sin facciones, por una directriz de política pública que ordenaría las expectativas y favorecería el escrutinio por parte de los ciudadanos.

No hay nada peor en política que agitar las expectativas sin preocuparse y sin explicar, como cosa previa, de cuándo, cómo y a qué ritmo podrán satisfacerse. Los resultados de no hacerlo ya se están viendo en el sistema universitario. Las promesas de gratuidad han deteriorado la legitimidad del cobro de aranceles sin que la economía política de las instituciones, estatales o no, se haya modificado en lo más mínimo. Las instituciones parecen así obligadas a soportar las frustraciones de sus estudiantes, sin tener ninguna posibilidad de resolverlas.

Se ha agregado, así, otra fuente de malestar en el sistema universitario a la que ya existía. Un buen porcentaje de quienes hoy forman parte de la educación superior esperaban encontrar en ella los bienes que ofrecía cuando ellos estaban excluidos. Pero apenas accedieron, cayeron en la cuenta de que los bienes que esperaban encontrar -prestigio y rentas- se habían esfumado como consecuencia de la propia masificación. A esa fuente de frustración -que explica buena parte de la molestia estudiantil- se ha agregado ahora otra: esos bienes que, para remediar esa primera frustración, se ofrecieron gratis o a menor costo siguen siendo financiados con la renta actual o futura de los propios estudiantes.

La situación, desgraciadamente, no parece tener salida inmediata. Y, en vez de ello, incrementará las manifestaciones y las quejas que, alimentadas por las emociones y la frustración -dicho sea de paso, la frustración suele alimentar las formas menos gratas del comportamiento humano-, arriesgan el peligro de deteriorar la racionalidad y el diálogo, que son los bienes que a las universidades, de cualquier índole o naturaleza, les corresponde cultivar.

(*) Carta publicada en la edición de este viernes del diario El Mercurio.

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