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miércoles, 4 de mayo de 2011

EL ASALTO AL PALACIO DE INVIERNO

Por Hugo Latorre Fuenzalida.

Muchos conocen esta frase que corona un proceso histórico, como fue la toma del poder por los bolcheviques en Rusia en octubre de 1917.

Esta frase célebre se ha seguido extendiendo en su uso a los procesos en que el poder político es arrebatado o tomado por asalto, por las diversas fracciones que en el mundo moderno han sido. Ahí están los casos de Fidel en Cuba, del Frente de Liberación nacional en Nicaragua, de los militares en Argentina, Bolivia y, finalmente, interesa detenernos en el caso de Chile, con el golpe de Estado de Pinochet y la derecha política.

Se han dado también caídas y ascensos al poder, negociadas, estas se dan sin el dramatismo y la epopeya de un asalto o toma del poder. Las democracias normalmente acceden de esta forma. También están las capitulaciones ante las derrotas militares o políticas, donde los vencidos no tienen más destino que retirarse con la poca dignidad y realismo que les pueda restar.

En el caso de Chile, mi opinión apunta a establecer un verdadero “asalto” al poder del estado por parte de los militares golpistas y por una derecha económica que les respaldó en todo momento. También es dable reconocer que ciertos sectores del centro político se entusiasmaron con la llegada del estamento militar al poder, pensando ingenuamente que con este sector se podría deshacer la trampa en que se encontraba la democracia, entablar diálogos para una rápida normalización y retomar un camino de democratización menos fundamentalista y más dialogante y sensata.

La derecha, rápidamente toma posición ante los hechos de un golpe exitoso y saca a flote todo su arsenal de políticas aprendidas en las academias de Chicago, que se presentaban como el remedio ante los sistemas económicos en crisis, tanto en América Latina como en gran parte de Occidente. Recordemos que el sistema capitalista mundial ya entró en crisis en el año 68 y se profundiza fuertemente a partir del problema energético del año 1973.

Ya instalados en el poder, los militares comienzan las políticas neoliberales (de ajuste económico) en el año 1975, con el programa de shock, diseñado por Jorge Cahuas y aplicado sin contemplaciones por una dictadura cruenta y determinada a barrer con las tradiciones democráticas que tanto enorgullecían a Chile.

Es cierto que los militares no tenían un plan de mediano o largo plazo para Chile, cuando toman el poder. Su prisa fue la de sacar al régimen marxista de la Moneda, antes que Chile entrara en una fase de “guerra civil”, dado el virtual empate político electoral y la incapacidad de la clase política de entonces de cejar ni un milímetro en sus posturas agonales.

Pero es también indudable que las FF.AA., formados bajo la égida de los militares norteamericanos, traían internalizada una postura más cercana a la confrontación imperial Este –Oeste, antes que permanecer embebidos de las tradiciones democráticas del republicanismo chileno. Por tanto su tendencia ideológica mayoritaria les encaminó prontamente a dejarse influenciar por las políticas de derecha, que venían alimentando un discurso de “cientificidad” audaz y atractiva, justamente por su simplicidad y por su fundamentalismo académico. Nada gusta más a los militares que lo simple y las “certezas” que habitualmente acompañan a esa simplicidad.

Desde entonces, el asalto al poder en Chile, fue acompañado por una estrategia sistemática de desmantelamiento del Estado y su apropiación por los mismos que auspiciaban un modelo de libre mercado y de prevalencia de la propiedad privada. Para estos nuevos procónsules, el Estado debía prácticamente desaparecer. En lo económico debía simplemente extinguirse y transferir esas propiedades y actividades a los privados más capaces para gestionarlos: es decir ellos mismos.

Así es que este Chile, que antes de la llegada de los militares al poder, el Estado se hacía cargo de más o menos el 55% del PIB, a la vuelta de un par de lustros, el Estado no llega a más del 25% del PIB y, en la actualidad no supera el 19% del PIB. Chile llega a exhibir el privilegio de ser el país con menos Estado en Occidente, pero a la vez con la más desigual distribución de ingresos que esa misma realidad estructural acarrea como resultante.

No se puede desconocer nunca, que el Estado es el principal redistribuidor de ingresos de una sociedad. Más si la sociedad es un país de desarrollo incompleto y, por tanto, desestructurado, pues ahí las fuerzas privadas no son capaces de generar procesos de integración, dado que su empeño será siempre el maximizar las ganancias con el mínimo coste retributivo a la sociedad y los demás factores de la producción.

Es por eso, entonces, que esta actividad privada, en Chile, se apropia de las industrias que antes fueron de todos los chilenos y luego avanzan en la apropiación de los recursos naturales y de los segmentos financieros y de seguros que alimentan una empresa centrípeta y desvinculada de la sociedad que, inevitablemente, va quedando marginada o integrada a órbitas secundarias y sobreexplotadas, normalmente de autoempleo con baja productividad y ninguna capacidad de acumulación.

Esta propuesta de crecimiento por la libre concurrencia de los agentes privados de la economía, sin intervención del Estado, termina generando no un desarrollo armónico de sus miembros, sino un crecimiento “monstruoide”, una especie de “acromegalia”, de hipertrofia de la cabeza del sistema en un cuerpo que se hace cada vez más raquítico, feble y desvitalizado. No puede haber belleza ni armonía en un organismo como este; es la deformidad y lo excesivo que se parea con lo exiguo y precario. Este paisaje del desarrollo verdaderamente “frankeinteniano” choca al espíritu de quien lo observa y violenta el ánimo de quienes lo sufren.

Esta promesa refundacional del liberalismo exhumado de la historia, este asalto al palacio del poder, ha resultado en otra falsa ilusión, como lo fue aquella otra del marxismo en Rusia, Europa Oriental, Asia, Africa o América Latina. Esas se han ido agotando y reconvirtiendo a procesos mixtos y pragmáticos. La propuesta neoliberal, ante su reiterado fracaso en el mundo actual (recordemos que son responsables de más de 40 crisis desde su aplicación plena desde los años 80), no ceja de proclamarse como la alternativa única y no reemplazable, sin querer reconocer que las experiencias más exitosas de la globalización en curso no son las del Occidente neoliberalizado, sino las del Asia emergente que ha adoptado un modelo propio, que puede ser denominado como “Neokeynesiano”, que corresponde a una mixtura virtuosa entre el viejo keynesianismo y las políticas mercantiles que alimentan el tiempo actual de integración de regiones comerciales y también planetaria.

Pero nada cuesta más a los chilenos que ser pragmáticos. Como decía Gabriela Mistral: “Las ideas cuando vienen del extranjero nos golpean tan duro en la cabeza, que nos impiden pensar por cuenta propia”. Pero esta porfía ancestral, esta dureza de mente se hace más erizada y pétrea cuando a quienes ha beneficiado el sistema les es vital mantener la actual situación. Sin las ventajas enormes de un sistema radicalmente “empresocéntrico”, estos grupos que se han apoderado del país, simplemente decaerían o deberían repartir al futuro, desvirtuando esa tendencia insana de acumulación exponencial, que lleva, inevitablemente, a un colapso o confrontación social, más temprano que tarde.

Pero el hombre, producto de su insensato apego a las ideas o ideologías (recordemos el decir que avisa que la ideología es la peor de las tentaciones luciferinas), que acompañan convenientemente al deseo avaricioso de acumulación, y le aportan un discurso convincente o tranquilizador, termina aferrado a la barca aunque lleve la carga mal estibada, de tal forma que ante cualquier oleaje, necesariamente amenaza con zozobrar.

El asalto al Palacio, acontecido en Chile en 1973, ha inaugurado un tiempo largo de desmantelamiento y reapropiación del Estado, que ya no es la institucionalidad que regula el equilibrio de poder en el territorio nacional, sino que se ha convertido en el instrumento de apropiación de la nación por las cúpulas económicas y políticas, conformando las nuevas “vanguardias oligárquicas”, oligarquías que veneran el “plutos” (riqueza) y desconocen el “aristos” (la virtud de los mejores).

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