Primero fue Dostoievski quien anunció el nihilismo presente en una sociedad que reniega de los valores que fundamentaron la sociedad humana, es decir el Dios de los cristianos.
Su famoso libro “Los endemoniados” pone en acción el pensamiento y la acción de los personajes que hoy calificaríamos bajo la ley antiterrorista y que atentaban contra las autoridades de su tiempo (recordemos que Dostoievski fue involucrado y condenado a muerte en uno de esos episodios anti-zaristas).
Sus obras “Los hermanos Karamazov” y “Crimen y castigo” van exponiendo esa discusión del último tercio del siglo XIX en Rusia, entre la vertiente teísta y la descreída; entre la modernidad europeizante y la Rusia profunda y tradicional; entre los que se inclinan por sostener el fundamento religioso de la sociedad y los iconoclastas que buscan derrumbar la fe en todo lo que ha mantenido este estado de cosas injusto e irracional, que es la sociedad zarista semi-medioeval del siglo XIX.
Los textos de historia contabilizaron más de 500 atentados contra autoridades y personajes entre 1870 y 1913. El último de los atentados dio origen a la primera guerra mundial. Esto devela el ambiente de rebeldía y frustración que existía en esos años en que se teje el pensamiento llamado de la “decadencia”.
Luego será el filósofo Nietzsche quien proclamará “Dios ha muerto” y anunciará la llegada del descreimiento total, traído de la mano de los quiebres de las ideologías de la Ilustración, de la potencia de la ciencia y de la impotencia de las religiones para seguir alimentando sus mitos, contra una razón que todo lo sospecha y todo lo cuestiona.
El filósofo ateo, propone en sus tesis que la era de los mitos ha sido minada desde Sócrates y Eurípides y que la ciencia, junto al espectáculo sanguinario de la historia, han llevado a poder sostener la tesis de que no hay teleología en lo humano, no hay trayectoria en la historia, no hay comienzo ni fin, no hay arriba ni abajo, no hay progreso ni superación, sólo transcurrir. Ya no hay acontecimiento, sólo transcurrir. Los valores de la historia, defendidos por Hegel y todos los Ilustrados, es desmontado por este filósofo del martillo; los filósofos existencialistas y luego los actuales posmodernos, vendrán a pulverizar los valores que importaron a la humanidad como todo, como especie, como comunidad de sentido y de destino.
Entonces, si estamos en medio de esta cultura anómica, descreída, insustancial, que ha olvidado el SER (Heidegger) y ha sepultado la historia y sus construcciones (también sus destrucciones), que se ha vuelto arreligiosa, atea, agnóstica (y todo esto no por clasificación, sino por sumatoria y agregación), cómo extrañarnos ahora de que las acciones humanas respecto a la vida misma sean tan “irreverentes”, tan despiadadas y tan “sin ley”, como las que vemos de parte de los “Terroristas agremiados”,así como de los “Estados terroristas”. Unos parapetados en las políticas anti-estados (el demonio occidental) y, los otros, en el escudo anti terrorista (el eje del mal).
La locura de la guerra, de la muerte, del crimen, de la represión y de la enemistad ideológica, racial, tribal o económica, no cejan a pesar del predominio de la “inteligencia” la razón y el cálculo. La abundancia material no calma la sed de sangre y destrucción. La fatalidad bíblica de Caín contra Abel sigue intacta a través de los siglos.
Sólo puede ser reconocible una aceleración y magnificación de los crímenes, que corre en paralelo con la profusión de textos acerca de los derechos humanos, de minorías, de los niños, de la mujer y de las etnias. Pero todos esos derechos son arrasados cada día en función de la praxis, del interés, de la táctica o la estrategia puntual. Sólo transcurrir, sin acontecimiento. El crimen de hoy se tapa con otro crimen más espectacular; eso distrae la atención, desvía la mirada que no alcanza a horrorizarse de ese primer hecho, porque le distrae el siguiente (Braudillard).
Así, este hombre sin acontecimientos, vive al son del flujo eléctrico de las visiones mediáticas que le llevan por los ojos de aquí para allá, en medio de las luces del espectáculo y la distracción, del divertimento y la insustancialidad de la diaria agitación y el consumo, (Lipovetsky),
Bin Laden, las Torres Gemelas, Ruanda o Palestina, Chile, Argentina, Irak, los Balcanes y tantos otros sucesos, caen dentro de esta lógica del ataque sin respeto a la diversidad, a la pluralidad y a la vida humana. Ya se llamen “conflicto de civilizaciones” (Huntingston) o “guerras internas de seguridad nacional” (DINA), luchas religiosas o tantas otras, vienen a confirmar un tiempo de violencia incontenida, de deseos de dominación y monolitismo, propios del imperialismo ideologista y de los autoritarismos imperiales.
Por eso los Tribunales Internacionales no desean ser ratificados por quienes mantienen el dominio mundial; por eso simplemente se vive del expediente de exterminar. Todo opositor es desechable; los triunfadores son los que narran la historia (Walter Benjamin), así es que de qué preocuparse. Las huellas de los crímenes serán borradas por los intelectuales a sueldo y por los publicistas encantadores de serpientes.
Como aseveraba Hegel, los triunfadores portan el estandarte del espíritu de la historia; los derrotados simplemente carecieron de espíritu y fueron barridos de la historia. El espíritu burgués, del triunfar sin transar, penetró incluso al socialismo más totalitario, que hoy se transa en el mercado por 30 monedas de cobre, mientras el pueblo (la humanidad) se quedó sin tener quien le escriba, por la traición de los intelectuales, que se venden por un plato de comida a quién esté dispuesto a abrirle una página para desarrollar su rastrera inventiva.
Lo de Bin Laden es, a todas luces, un crimen político-militar más, de los que deberemos acostumbrarnos a ver y tolerar sin escándalo, pues estamos en la era del poder y no del derecho, donde el espectáculo de asesinar se transforma en un capítulo atractivo para los vendedores de espacios en las pantallas publicitarias de los productos que seducen una conciencia cada vez más alienada, ignorante, truculenta e insensible.
Vivimos, a saber, en medio del nihilismo o en la era del vacío.
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