14-6-2013-Edición Nº857
CULTURA EN CHILE: EL DESPOTISMO DESILUSTRADO DE LAS OLIGARQUÍAS
Por Hugo Latorre Fuenzalida
La cultura no es un ornamento social; tampoco un divertimento para el ocio o para los ociosos. No puede entenderse la cultura como la pura imeginería simbólica o artístico-folklorista de un pueblo.
La cultura es la forma cómo los pueblos entienden el mundo, cómo se relacionan con la naturaleza, con los demás hombres, con otros pueblos. La cultura es también las formas del creer, del pensar, del mitologizar, de idear, imaginar y actuar. Pero también la cultura es las formas de producir, de consumir, de valorar, de intercambiar.
En consecuencia, la cultura es una manera de pararse entre la vida; una forma de acogerla, de dinamizarla y de proyectarla. Todo lo que a un pueblo lo define, finalmente está determinado por la cultura.
No por casualidad los pueblos que emergieron como civilizaciones cuidaron tan formalmente de su cultura: la cultivaron, la hicieron crecer, la extendieron y la preservaron.
Pero la cultura, como la vida, es dinámica…No es pura tradición…También es innovación, absorción, complementación. La cultura exige crecer de manera selectiva, pues toda cultura, como obra humana, está a riesgo de elevarse o decaer. Cuando una cultura se eleva se transforma en constructora de experiencias humanas positivas; en cambio cuando decae, se transforma en agente infeccioso de corrupciones.
¿Pero cómo podemos distinguir una corriente cultural ascendente de otra descendente o decadente?
Como el decir bíblico señala: ”Por sus frutos los conoceréis”. Es decir, una corriente cultural que construye formas de convivencia progresivamente más integradas, estables, pacífica, creativa, libertaria y justa, es necesariamente una cultura de vuelo alto. En cambio, una corriente cultural que conflictiviza las relaciones al interior de una sociedad, que separa, discrimina, reprime, genera inestabilidad, estancamiento y descomposición moral o anomia, entonces, indiscutiblemente, estaremos ante una corriente cultural descendente o decadente.
Esta última-es decir las corrientes descendentes- han estado ligadas a períodos de oscurantismo y violencia en la historia: guerras, represiones religiosas, ideológicas y raciales. Pero también se dan procesos de decadencia dentro de aparente estado de confort y paz social.
Son períodos de “progreso decadente”, en que los enlaces de asociación constructiva se relajan o disuelven, las costumbres se hacen permisivas y la responsabilidad colectiva se autonomiza a niveles de prescindencia. Una etapa así la podemos reconocer en las sociedades opulentas de los años 60, en que la cultura LSD- hippy, pretendía un cambio cultural desprendido del materialismo individualista, pero termina en una fracasada experiencia afín al ocio destructivo, soportado en la adicción a estupefacientes y a la irresponsabilidad e indiferencia social de inoficiosas sectas autonomistas. Pero como las cosas de la vida no se dan en blanco y negro, debemos reconocer que a esta misma generación pertenece la gesta pacifista antibélica y las proclamas revolucionarias del 68, que tuvieron gran repercusión en los procesos de cambio cultural de fines de los 60 y comienzo de los 70 del siglo XX..
Tampoco las etapas de elevación y progreso cultural han carecido de elementos disolutivos, decadentes o regresivos. Pero lo que sucede es que, en esos casos, se instala una “hegemonía”, que es una especie de dominante, es decir una legitimación consensuada mayoritariamente, capaz de aglutinar las diferentes fuerzas centrífugas y ordenarlas hacia un referente cultural reconocido.
¿Tiene Chile una identidad cultural?
Un acercamiento inicial a la cultura chilena es su dominante social. Esta dominante es individualista y prescindente. De hecho, Chile pasó de una dominante social solidaria, colectiva, integradora a otra particularista, prescindente e individual, justamente en la ruptura democrática de 1973.
Este cambio, ha impuesto una “mentalidad” diferente. Ahora la institucionalidad privilegia y considera los derechos individuales y diferenciadores, pero descuida y veta de manera absoluta los derechos colectivos, agremiados, integrativos o solidarios.
Cuando lo particular predomina sobre lo global o colectivo, entonces se borra de manera notable la identidad cultural general y se imponen parcelas culturales o los llamados ghettos de culturas. Es decir, los discursos culturales son validados sólo por intereses segmentados y sectoriales y se borra toda validez universal.
La separación es normativa y la identidad diferenciadora acumula más poder que la voluntad solidaria universalista.
En estas condiciones cabe la pregunta de si puede existir una cultura nacional.
Es muy difícil que pueda darse un interés predominantemente universal o colectivo en la cultura de un país con dominancia individualista y particularismo diferenciador.
Lo concreto es que las esferas particulares de poder (los ghettos), intenten imponer sus visiones específicas de identidad al resto de la sociedad. La fuerza de imposición está respaldada, necesariamente, por el poder económico. La capacidad de penetrar a capas sociales con fuerte ascendiente de poder, es también uno de las estrategias de validación universal que despliegan los grupos.
Esta asociación de diversas vertientes de poder terminan por definir hegemonías de dominación que llega a coronarse en lo cultural, puesto que ello define estabilidad del poder, permanencia y consolidación con menor tasa de desgaste y costo de recursos para sostenerla.
En Chile, esta cooperación de las élites, esta asociación para la dominación queda trasparentada de manera notable, desde la dictadura, pero se consolida de manera concreta en la hegemonía instalada desde la posdictadura.
Una cultura de dominación
Se ha impuesto una cultura desde las élites y para las masas. Toda alternativa democrática que se desarrolla en un esquema cultural de este tipo necesariamente reptará en el piso de sus posibilidades, puesto que las democracias integras van dirigidas a mentalidades ciudadanas y no de masas. Las opciones de masas se encaminan dentro de una senda de dominación más o menos efectiva, dependiendo de las estrategias y capacidad de las propias élites de argumentar y sostener esa dominación sin corromperse o conflictivarse a su interior.
Las élites chilenas se han arreglado para dominar sin conmociones desde hace 40 años. Se ha organizado una especie de competencia no antagónica entre un segmento más conservador y otro más liberal, pero con pleno acuerdo en el núcleo duro de ese pacto, cual es la política económica y social.
La cultura, por tanto, ha sido impuesta con visos de hegemonía, pero se trata, en el caso de Chile posdictadura, de una hegemonía democráticamente minimalista, es decir donde la participación e integración de las propuestas culturales no se da más que en las capas poderosas; los otros sectores no tienen literalmente arte ni parte en la resultante de estas políticas.
En una sociedad de mercado, cada individuo vale un voto, pero los que más capacidad económica manejan, más votos poseen, por tanto la lógica de mercado no puede ser transferida a la lógica democrática, sin embargo el sistema de mercado impone la lógica de derecho del consumidor a la lógica democrática, generando las bases de un sistema oligopólico (expresado desde el binominal hasta las composiciones de los directorios de las AFP., ISAPRES, empresas mineras, canales de televisión, etc).
La televisión: un botón de muestra
Los gobiernos de la dominante oligárquica, han tenido políticas de comunicación de masas pero no de comunicación ciudadana. La televisión es parte de esa estrategia cultural, que lleva a la banalización del mensaje, a la intrascendencia de la rutina y al bloqueo de la crítica. El Consejo de Televisión mantiene un cuoteo político pero no social, por lo que la información y las formas operativas se transfieren a los intereses partidistas y financieros, desatendiendo el deber de formar e informar de manera exhaustiva y plural, pero con vocación pedagógica y de calidad cultural.
Al priorizar los intereses de las cúpulas dominantes, la televisión descuida los intereses sociales de la información formativa para priorizar la diversión evasiva y la neutralización crítica.
Por tanto la pauta programática la define el interés financiero y no el cultural, quedando bajo la responsabilidad de los auspiciadores y no del Consejo calificar la pertinencia social de lo que se trasmite. Será el “rating” el que programará la televisión y no un tribunal calificado, culturalmente, para hacerlo.
Esto ha significado un retroceso enorme respecto a lo que Chile tuvo en tiempos en que la televisión se entregó a las universidades públicas para administrar su programación, pues en ese entonces se valorizó su gran capacidad de influenciar la cultura popular y social del país, como formador de opinión y de valores. Hoy se valora su gran capacidad de influencia como propagador de esparcimiento y distractor light, funcional a la postura acrítica de los medios de comunicación hacia las masas y como instrumento de cooptación de clientes consumidores de los diversos productos comercializables que los medios venden a través de la publicidad.
Pero lo que no se termina de despejar es el hecho de que quien financia finalmente el espacio televisivo no es el empresario que elige la programación, sino el consumidor que compra los productos; pero ese consumidor no tiene arte ni parte en la selección de lo que es deseable ver. El rating es una encuesta dirigida de lo que los clientes están forzados a ver una vez que los programas están instalados; no tienen la opción de comparar con propuestas culturales ni discriminar sobre los valores implícitos en cada programación. Eso sólo lo puede hacer un público informado, que fue lo que se pretendió al nombrar a las universidades como sensores culturales de la calidad programática en representación de un público calificado para seleccionar, tanto desde la pluralidad democrática como de la solvencia cultural.
Conclusión
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Debe cambiarse total y radicalmente el eje de financiamiento, conducción y funcionamiento de la televisión del Estado, desde la actual postura puramente mercantil y pseudo-patrocinio económico (financia el consumidor, no el empresario, que es simplemente intermediario tributario, pues descuenta los costos publicitarios de impuestos), a una de formato cultural y conducida por los representantes de quienes realmente lo financian, quienes de hecho son el pueblo a través del consumo de los bienes que se publicitan en los medios masivos de comunicación.
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Debe cambiarse total y radicalmente el eje de financiamiento, conducción y funcionamiento de la televisión del Estado, desde la actual postura puramente mercantil y pseudo-patrocinio económico (financia el consumidor, no el empresario, que es simplemente intermediario tributario, pues descuenta los costos publicitarios de impuestos), a una de formato cultural y conducida por los representantes de quienes realmente lo financian, quienes de hecho son el pueblo a través del consumo de los bienes que se publicitan en los medios masivos de comunicación.
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