EL DOGMA DE LA INFALIBILIDAD DEMOCRÁTICA
Por Guillaume de Rouville (*)
Como lo demuestran los conflictos en Libia y en Siria, las democracias occidentales pueden manipular la idea de terrorismo islámico con sus aliados de Arabia Saudí y Catar, también pueden provocar y mantener guerras civiles en países que están en paz, pueden hacerse culpables de crímenes contra la humanidad para alcanzar los objetivos geoestratégicos de sus éites liberales, todo ello sin que la opinión pública de sus países se inmute.
Esta atonía de la opinión pública occidental se explica en parte por la fuerza de un dogma muy poderoso que estructura la ideología democrática y el alma de los que gozan de sus beneficios: el dogma de la infalibilidad democrática.
De acuerdo con ese dogma, la democracia occidental nunca puede actuar mal. Todas sus acciones están dotadas de una suerte de gracia que transforma un crimen en un acto heroico, una guerra de conquista de los recursos naturales de un país en una epopeya para la libertad del país, el sometimiento de poblaciones al liberalismo más duro en la liberación de pueblos oprimidos, un voto controlado en expresión de la voluntad popular (Irak, Sudán, Libia).
En cuanto ponga en duda la inocencia de sus dirigentes (sobre temas como el 11 de septiembre, Irak, Libia, Siria), que representan por sí mismos la democracia y sus supuestos valores, los partidarios de ese dogma lanzan contra el que se atreve a sus inquisidores encargados de hacerlos respetar (de Bernard-Henri Lévy a Botul y de Botul a Bernard-Henri Lévy).
Así pues, asignar a las democracias occidentales malas intenciones en las relaciones internacionales, es impugnar este dogma y exponerse a ser objeto de un linchamiento mediático. Plantearse preguntas sobre las segundas intenciones de sus dirigentes es poner en entredicho este dogma y correr el riesgo de hacerse difamar (se convierte en un paranoico, un revisionista, un antisemita, un antiestadounidense, etc.).
Pensar que sus elites puedan cometer crímenes contra la humanidad de manera repetida, es carecer de respeto a este dogma y atraerse la mala voluntad del poder y de sus guardianes.
La opinión pública occidental que está sumergida, sin necesariamente saberlo, en el dogma de la infalibilidad democrática, está pronta para defender al inquisidor al que ve como un hombre honesto, defensor de las virtudes democráticas, el que regula y marca la norma y su legitimidad. El descarado que se atreviese, por ejemplo, a lanzar toda la fuerza de su reflexión contra este dogma en los conflictos libio y sirio y que alegase la instrumentalización por parte de Occidente del terrorismo islámico como origen del caos político, económico, social y humanitario que sufren estos dos países, se vería acusado inmediatamente de apoyar a los dictadores que masacran a sus pueblos.
No se le ocurriría a ningún defensor del dogma que haya gente que pueda odiar a los dictadores laicos y al mismo tiempo a los que quieren derrocarlos para reemplazarlos por mil tiranos wahabíes e islamitas al servicio de las elites occidentales con inocentes masacrados y provocadores de guerras.
No se le ocurriría a ningún lector asiduo de Le Monde, Guardian o New York Times dudar de las noticias de esos periódicos en las que describen a los insurgentes sirios como combatientes por la libertad mientras que la casi totalidad de ellos no son de nacionalidad siria (sino jordanos, iraquíes, libios, etc.), que están intentando imponer la Sharia (Ley islámica, NdT.) mediante el terrorismo de masas, que defienden el salafismo versión wahabí y su visión oscurantista del Islam, que masacran sistemáticamente a los que no comparten sus puntos de vista o pertenecen a las minorías religiosas, que responden a los que los dirigen desde Turquía, desde Arabia Saudí, desde Catar y desde Estados Unidos y que, finalmente, llevan los colores de Al Qaida.
El ciudadano occidental no quiere o no puede creer que sus dirigentes y sus medios de comunicación puedan manipularle y ocultarle la verdad hasta ese punto. Ese pensamiento sobrepasa su capacidad o sus defensas inmunitarias psicológicas y es contrario al dogma que está marcado a fuego en su cerebro de burgués cultivado desde su más tierna infancia. Ya que si tuviera que admitir que tal manipulación fuese posible, lo llevaría inevitablemente a perder sus puntos de referencia, a dudar de la naturaleza realmente democrática de su régimen político y vería, entonces, todas sus creencias en las virtudes de su sistema desplomarse sobre sus bases. Reconocer los crímenes de nuestras elites, ya se trate de crímenes políticos o crímenes de información, requiere proyectarnos fuera de nosotros y de nuestro etnocentrismo occidental para pensar que el "otro" no es necesariamente un "bárbaro" y rozar la idea de de que nuestros dirigentes, pese a ser elegidos democráticamente, pueden ser demócratas con las manos sucias.
Los inquisidores del dogma no pueden elevarse sobre su ceguera sin perder la fe en su sistema, sin perder además todos los beneficios personales que pueden disfrutar de su posición en la jerarquía de partidarios del dogma. No esperen entonces que los beneficiarios del dogma respondan a los argumentos cuidadosamente sustentados que ustedes podrían desarrollar, ellos no odian nada con más intensidad que a la realidad.
Por otro lado no tienen más conciencia moral que los buitres de las guerras y no merecen sin duda que comprometamos con ellos un diálogo cortés; son, a decir verdad, la misma cosa. ¿Pero quiénes son exactamente? Tienen un nombre: se les denomina los "atlantistas".
Lo que une a las elites políticas, culturales y financieras occidentales, es esta ideología atlantista que solo es afectada marginalmente por la protesta. Si bien los hombres políticos o los periódicos de derecha y de izquierda pueden destriparse con toda tranquilidad sobre el derecho al aborto o la abolición de la pena de muerte, encuentran siempre la vía del acuerdo unánime cuando se trata de defender el atlantismo en sus fundamentos: serán unánimes en la defensa de los tratados europeos que sólo confirman la doctrina liberal impuesta por Washington; también lo serán para permitir a Occidente aliarse con el islamismo radical con el fin de orientar las primaveras árabes según los intereses particulares de sus elites pretendiendo, al mismo tiempo, defender los valores de la Ilustración.
Para todo demócrata sincero, que crea más en los valores democráticos que en el sistema que se supone la hace funcionar, es imperativo atacar con fuerza a ese dogma porque es uno de los más mortales: permite, con una impunidad desconcertante, las acciones más criminales por parte de las democracias occidentales que son -si uno presta atención- los regímenes más violentos y los más asesinos del planeta desde la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la amenaza comunista.
Es necesario atacar virulentamente las bases de este dogma para aplastarlo antes de que nos arrastre a los demócratas de acá y de otras partes al caos sin fin de una guerra entre los pueblos y entre las civilizaciones, tal como lo desea una elite indigna de controlar nuestros destinos. Los dogmas, como las dictaduras y sus representantes, están para derrocarlos. Y como el "Crac de los Caballeros" [1], esa fortaleza inexpugnable en la tierra siria, ellos también tienen sus puntos débiles.
(*) Escritor. Autor de La Démocratie ambiguë. Artículo publicado en Le Grand Soir y divulgado en español por "Bitácora" de Uruguay.
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